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Identidad Cultural e Integración del Pueblo Peruano
por Fernando Fuenzalida Vollmar
Introducción
Casi medio milenio transcurrido desde las discusiones teológicas que hacia el año 1500 opusieron en España y en Roma las escuelas de Las Casas y Vitoria con la de Sepúlveda, en el Perú el asunto de la identidad de los peruanos sigue siendo, en la década del 1990 y en la del 2000, una cuestión polémica y, para algunos de sus intelectuales, tal vez la mayoría, una incógnita de difícil, si no imposible, solución. Hablar, en el Perú, en estos días, de identidad o de nación “significa-en palabras de uno de nuestros historiadores de la generación reciente-hablar de algo irreal o quimérico, de entelequias o utopías”. “Se habla-añade-de una falta de identidad nacional”. “Los modernos sociólogos --afirma-han llegado finalmente a un punto en el cual niegan la existencia de la nación”. El Perú, en palabras de Pablo Macera, otro historiador contemporáneo, de una anterior generación, es apenas “un exceso semántico”. Apenas unas cuantas décadas atrás, hacia el año 1930, este mismo sentimiento se expresaba, en la obra de Víctor Andrés Belaunde, un pensador de orientación conservadora, como el de una identidad inacabada, “la peruanidad es una síntesis comenzada pero no concluída”, y en la de un izquierdista como José Carlos Mariátegui como el de una dualidad generadora de ambigüedad, de antagonismo y de conflicto, “una dualidad de raza, de lengua y de sentimientos, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena, ni eliminarla, ni absorberla”.
Alcanzado su momento de máxima intensidad polémica en el curso de los cincuenta años más recientes, la cuestión de la identidad de los peruanos tiende en estos momentos a ser abandonada o, por lo menos, desplazada del primer plano de las preocupaciones de nuestros intelectuales nacionales y, al mismo tiempo, relegada al espacio, por ahora desacreditado, de las discusiones sobre ideología y utopía. Un relegamiento como éste no procede, sin embargo, de la emergencia final, más allá de las polémicas, de un consenso intelectual acerca de la naturaleza de nuestra identidad como nación o como pueblo, sino más bien de un agotamiento de los términos en que la cuestión ha venido siendo discutida, de la ausencia-puede leerse “muerte” de las teorías y de las ideologías-de un adecuado consenso sociológico en el que pudiera, por el momento, replantearse, y-tal vez-de la conciencia personal, excesivamente dolorosa, que de los dilemas de lo hispano-europeo, lo indio y lo mestizo o de los de lo proletario, lo campesino y lo burgués han terminado por desarrollar nuestras clases ilustradas a lo largo de un veintenio de cambios acelerados y procesos políticos traumáticos.
Por una temporada, los antiguos combatientes en la batalla de la identidad, dejan ahora descansar sus plumas y buscan ampararse en la globalización de la era que se abre: un cosmopolitismo en que se prescinde en forma implícita de toda clase de raíces en la raza, la tierra, la historia o la cultura. Es una manera de evadir los problemas no resueltos de la etnicidad y la clase y las difíciles opciones personales que, en un país de fronteras materiales y espirituales poco definidas, demandan del pensador y del político.
Este receso viene acompañado, sin embargo, por una nueva atmósfera que emerge en esa misma escala planetaria de la globalización que les sirve de refugio. En ella, al mismo tiempo que las nuevas instituciones y estructuras de la globalización ejercen sus presiones y se imponen sobre las soberanías de los estados-naciones que declinan, las viejas identidades étnicas, religiosas, raciales, culturales y territoriales que se daba por desaparecidas o integradas en espacios nacionales, hacen afirmación violenta de su realidad y persistencia histórica en escalas mayores y menores, pugnando de una parte por su afirmación y reconocimiento y antagonizando, de otra parte, unas con otras, por el reconocimiento de dominios monopólicos sobre espacios geográficos, políticos, sociales, culturales y económicos.
Y, si bien es cierto que en algunas áreas restringidas como la peninsular hispana, identidades que se han mostrado conflictivas a lo largo de la historia como la gallega o catalana, parecen haber encontrado una relación estable con el estado y la nación por medio del régimen de las autonomías, ocurre en el resto del mundo que, otra vez en nombre de las identidades, los estados-como en Yugoeslavia y en la antigua URSS-se desintegran en sus componentes étnicos y entran en querella luego por cuestiones fronterizas; las provincias-como en Canadá e Italia-reclaman independencias y soberanías que perdieron ya desde hace varios siglos y aun-como en el caso de Bretaña-desde hace milenios; grupos raciales hasta hace poco coexistentes en los mismos territorios-como en los casos del Ruanda y el Burundi-se hacen protagonistas de masacres por la afirmación de sus dominios; las grandes religiones e iglesias y hasta las más pequeñas sectas exhiben vocación de estados y se combaten entre ellas como en el Oriente Medio y en la India o en la Iglesia de Unificación del coreano Sung Myung Moon, el Reino ruteno-judaico de Melchisedek en las islas Marshall y Verdad Suprema en el Japón; los estados democráticos nacional-territoriales-como en EEUU y Francia-restringen los derechos de minorías y migrantes externos y declaran “guerras por la defensa de la lengua y la cultura nacional” en el miedo de perder la propia identidad.
El problema de las identidades nacionales está, pues, lejos de haber sido resuelto no solamente en el Perú sino en el resto del planeta. Antes bien, en la conciencia de los pueblos comienza ahora a hacerse manifiesto de una manera más aguda y crítica que en otros momentos del pasado. Y aunque sea cierto que, en el vacío de la teoría y la ideología que deja tras de sí la ya no recientemente concluída Guerra Fría haya por un momento dejado de ser cuestión de intelectuales como lo fue en las fases de su gestación y sus primeras crisis desde los comienzos de la Edad Moderna hasta la primera mitad del siglo XX, ahora que sus banderas han sido asumidas por un nuevo liderazgo religioso y étnico y un nuevo populismo reactivo que emerge de las masas mismas no debemos esperar que transcurra mucho tiempo sin que vuelva a ser objeto de serias discusiones académicas y de atención de los científicos y filósofos sociales. En el extranjero primero, ahí donde la crisis se manifiesta en forma más aguda, pero más tarde también en el Perú. Entre tanto, es pertinente aprovechar la coyuntura para el esbozo de alguna clase de balance para países como el nuestro.
Desde la pura perspectiva de la lógica, la metafísica o la psicología, la noción de identidad es de manejo difícil y hasta imposible. Axioma, esencia y Yo se manifiestan como irreductibles de la evidencia cognitiva, de la intuición intelectual o de la experiencia personal e intransferible. No son, por ello, objetos posibles de definición. De una parte, por no ser objetos. De la otra, por ser ellos mismos el origen de las definiciones en el interior de sus propios universos axiomáticos. Por no ser redundantes y caer en definiciones circulares, los diccionarios procuran evadir estos planos de la significación y refugiarse en el campo más seguro de lo social-relacional. Así por ejemplo, la enciclopedia Salvat, la define en referencia a igualdad o semejanza de lo que, en otras sentidos es diverso; continuidad de algo en el transcurrir del tiempo; identificación en las mismas creencias, propósitos, deseos.... Apoyándose en una perspectiva como ésta y ubicandose ya con decisión en la manera como esta noción se aplica en lo social, Horacio Calle y Jorge Morales, en su primer informe para el Proyecto de Identidad Iberoamericana de la OEI , la definen como la coparticipación de los miembros de una población en un sentimiento de adscripción común, en una percepción de sí mismos como grupalmente-y por ello, se entiende, individualmente-diferentes y separados frente a los miembros de otras poblaciones. Poblaciones dotadas de una identidad propia en tal sentido, serían identificables como grupos étnicos.
No estamos tan ciertos de que toda población dotada de tales sentimientos y percepciones de su semejanza o diferencia frente a otros puedan ser definidos efectivamente como grupos étnicos. Si ésto fuera así todo grupo social diferenciado podría reclamar conceptualmente la condición de etnía. Pero creo, sí, que es suficiente para definir la identidad social en cuanto ésta es, por necesidad, relacional. Existen, obviamente, modalidades múltiples posibles de la identidad social: la identidad familiar, la religiosa, la étnica, la de clase, la de partido y, aun, las de club, oficio, colegio, universidad y otras más se hallan entre ellas. La identidad étnica es solamente una entre otras más que, en una sociedad moderna, rara vez resultan coextensas. Solamente en un tipo de sociedad la etnicidad se manifiesta coextensa con las demás identidades, como lo advertía Emile Durkheim ya hace cien años. Eso es en las sociedades primitivas o tribales en las que la familia-y no el estado como en la sociedad moderna-se presenta como institución total. La identidad institucional y la identidad étnica no son pues, por necesidad, la misma cosa y ésto es una posible confusión que conviene dejar esclarecida desde un primer momento.
Confusiones posibles como ésta entre institucionalidad y etnicidad han sido, con todo, frecuentes en la discusión de las identidades colectivas a lo largo de toda la historia del problema. En el caso de las discusiones peruanas de los años del `30 a los del 1990, la polarización entre indigenismo e hispanismo ha sido dominante. En ella se ha querido identificar, alternativamente, la identidad de los peruanos con la etnícidad indígena o con la etnicidad hispánica. La homogenidad de raza y la adscripción territorial han sido adjudicadas de manera constante a tales presuntas etnicidades a la manera en que-como verá más adelante-lo hicieron las escuelas antropológicas del siglo XIX. Un hecho que ha sido desconocido casi invariablemente ha sido la pluralidad racial, lingüística y étnica que es característica tanto del mundo hispánico como del andino. “La cultura andina, a la llegada de los españoles no configuraba una nación. Los españoles, a su vez, venían de una realidad peninsular que tampoco configuraba una nación. Es decir, (la conquista) es el encuentro de dos culturas no nacionales”. La España peninsular y el Incario andino, existentes ambos como realidades de género político solamente desde el siglo XV fueron elevadas a la condición de entidades arquetípicas y estáticas en base a cuya falsa existencia histórica giraron invariablemente las discusiones.
Las confusiones conceptuales se dan entre la etnicidad y la cultura, la etnicidad y la raza, la etnicidad y el espacio; la etnicidad y la iglesia y aun entre la etnicidad y la clase. Es cierto que a lo largo de la historia y en la extensión de la geografía instituciones y afinidades como esas se presentan, con cierta frecuencia, como coextensas. La familia, extendida a la escala del linaje, la fratría, el clan, la tribu o la confederación tribal se muestran hasta hoy, en más de una situación etnográfica, como equivalentes a la etnía: machiguengas o amaracaires de la selva peruana nos dan un ejemplo. En otros casos, la equivalencia se da entre la etnicidad y la raza, como entre los tutsis, los hutus o los tuvas de Ruanda y Burundi. En otros todavía, entre la etnicidad y la clase, como en los Estados Unidos hasta la conquista de los derechos civiles y aun hasta hoy. O la etnicidad y el espacio como en Chechenia, Georgia y Armenia. O la etnicidad y la iglesia, como en la España posterior a los Reyes Católicos, en Israel, en Pakistán, en la India o en los estados islámicos actuales. La imposición de una equivalencia forzada entre la etnicidad y la continuidad territorial-sangre y tierra-se contó entre las causas de la Segunda Guerra Mundial. En cuanto a la cultura, es un hecho evidente que las comunidades culturales de mayor escala-como es el caso de la islámica-pueden resultar de enorme y compleja diversidad racial, lingüística, étnica, territorial y hasta eclesial; mientras que una misma comunidad racial, lingüística o territorial puede expresarse en muy diversas formas culturales. Es el caso de la raza negra y sus múltiples identificaciones culturales desde la bantú hasta la estadounidense; o de la lengua anglosajona, difundida desde la India hasta Jamaica; o de la Iglesia Católica, con expresiones culturales tan variadas como la latina, la uniata, la siria o la malabar.
La confusión, con frecuencia, procede de definiciones estáticas de identidad, cultura y etnía. Contemporáneo a Durkheim, Herbert Spencer nos llamó la atención, sin embargo, sobre la naturaleza dinámica de los sistemas institucionales y las identidades que éstos definen. La evolución de los sistemas sociales-sostiene-conduce desde estructuras cerradas de mínima diferenciación institucional interior en los que la institución familiar es coextensiva al conjunto total hacia otros sistemas, cada vez más abiertos, en los que la diferenciación es creciente y las instituciones no son coextensas sino que se superponen e intersecan en forma compleja unas a otras. La cultura, en cuanto soporte espiritual de tales estructuras, manifiesta configuraciones y procesos semejantes. La noción de sociedades complejas, aplicada a las sociedades modernas por la antropología social de las últimas décadas responde a las distinciones postuladas por Herbert Spencer. Salvo el caso de sociedades aisladas, la mayor parte de las sociedades modernas responde a estados de diferenciación institucional avanzada. Etnicidad, raza, familia, territorio, religión, estado y clase social han dejado de constituir una identidad coextensa y se articulan, más bien, en identidades de carácter plural y complejo. La afirmación de particularismos en la sociedad postmoderna obedece, tal vez, a la desintegración de identidades complejas de mayor extensión. La voluntad de imponer el retorno a esquemas de tipo arcaizante-como en el caso alemán de la última guerra-no puede sino ser el origen de conflictos graves.
En el caso peruano, constataciones como èsta conducen a una pregunta inevitable. La dudosa y ambigüa identidad que se reconocen nuestros intelectuales de hoy ¿es producto de un proceso de síntesis todavía no resuelto, o residuo hasta hoy no totalmente procesado de una identidad de carácter más amplio y más complejo que se desintegró en el pasado?. Continuidad es un ingrediente central en la noción de identidad, que tenemos bajo examen. Y si el Perú posée alguna identidad aunque sea en estado inacabado e inconcluso, esa tal identidad no puede dejar de tener arraigo en el tiempo y en la historia. Resulta imperativo acudir, pues, a la historia.
Acudiendo a la historia
Resulta oportuno, una vez más, prestar atención a las opiniones de Iwasaki, uno de los más recientes autores peruanos en ocuparse de este tema. “Definitivamente-sostiene-lo que nosotros entendemos por Conciencia Nacional o Peruanidad, no existía antes de la llegada de los españoles”. ¿Es lo peruano igual a lo indio, lo indígena o nativo y es lo indio idéntico a lo andino? y ¿resulta que lo andino y lo indio, por serlo justamente, son equivalentes a la identidad de los peruanos?. La respuesta a una pregunta como ésta resulta central en el asunto tal como ha sido planteado por las discusiones y polémicas de las décadas recientes. Con una afirmación tan tajante como la que iniciamos este párrafo, Iwasaki pone en tela de juicio la existencia de una directa dependencia causal entre la identidad nacional del peruano, su condición “nativa” y su vínculo esencial con el espacio andino y, con eso, hace de lado la pretención indigenista.
Hace falta, ante todo, fijar la escala del fenómeno. Conviene hacer memoria de una verdad muchas veces olvidada. Que el actual Perú republicano constituye apenas una parcela del viejo Virreynato del Perú: la que corresponde a la vieja Audiencia de Lima y a la Audiencia del Cuzco, más tardía. A su vez, el Virreynato del Perú, que excedió la máxima extensión territorial del Tahuantisuyo Inca y comprendió, hasta poco antes de la independencia, los territorios de Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay, no fue sino uno de entre varios imperios asociados en un imperio de extensión aun mayor, que en longitud abarcaba los cinco continentes y, en latitud muy buena parte de los ambos hemisferios. La arquitectura de ese gigante histórico, mayor que cualquiera de los otros imperios de los que se guarda recuerdo en occidente, constituye un dato fundamental para la comprensión de los fragmentos que dejó su desintegración entre los siglos XVIII y XIX. Como también es fundamental la caracterización precisa de la articulación del Virreynato de la América del Sur y de la naturaleza del papel que el Reino del Perú en su sentido estricto jugó en el conjunto. Y también, la de la particular combinación constituída dentro del territorio de este último por la simbiosis de las estructuras de la metrópoli española con las del conquistado Estado Incaico.
Son significativas, para el caso, las circunstancias históricas en que de uno y otro lado tuvo lugar la llegada de los españoles a la que Iwasaki se refiere. Al comenzar el siglo XVI el Inca Huayna Cápac, dando por terminada la era de conquistas y unificación política iniciada por su antecesor el Inca Pachacutec hacia el 1450, se disponía a repartir el todavía no bien asentado imperio entre sus hijos Huascar y Atahualpa. Entrada ya, de la otra parte, la era de los descubrimientos Carlos V, en Austria y en España, creía restaurar el Imperio Romano en decadencia aunque fundaba en realidad, sobre sus ruinas, el Nuevo Imperio Hispano. Este Nuevo Imperio habría de resultar más duradero que el de Carlos Magno, lejano antecesor de ese segundo Carlos que, justo por eso, no dejó de remitirse a la memoria del primero. Con un anclaje tal, el imperio que emergía ahora en Europa y en América se mostraba en el escenario de la historia como el legítimo heredero, en la continuidad de la identidad y la memoria, de más de dos mil años de civilización mediterránea. Frente a esta profundidad histórica y a esta identidad civilizatoria de tan prolongada duración y arraigo en las naciones que la compartieron, el Imperio de los incas y el espacio andino que le dió su asiento no hubieran podido oponer, en el pasado, otra cosa que los efímeros horizontes culturales del Chavín y el Tiahuanacu, que nunca superaron la escala regional del norte y el sur cordilleranos sin llegar a extender su influencia ni a la región selvática ni a la extensión entera de las costas. Hasta 1525, el Imperio Incaico y la unidad prehispánica política del mundo andino duraron muy poco más de medio siglo. Con sus antecedentes de más de dos milenios ab urbe condita, el Nuevo Imperio Hispano habría de prolongar su duración por cuatrocientos años más. Cuanto los recién llegados heredaron de los incas no fue una identidad indígena o andina, ni una cultura, religión o lengua unificadas sino una precaria administración política y militar que, no por admirable en su concepción global, dejaba de exceder el alcance de sus medios, de hallarse mal consolidada y de aplicarse a una multitud abigarrada de identidades regionales, la mayoría inmemoriablemente autónomas y la mayoría hasta entonces en no sometida rebeldía.
Dentro de su propia escala, el ascenso del Imperio Incaico había sido tan acelerado como el del Imperio Hispánico de Carlos, su contemporáneo. Para 1438, al ascenso del Inca Pachacutec, el territorio andino era un mosaico de no menos de sesentaicinco reinos y señoríos autónomos y fuertemente diferenciados en términos étnicos, de gobierno, de cultura y de lenguaje. Los quéchuas ocupaban, por entonces, un territorio pequeño y limitado que rodeaba a la ciudad del Cuzco. Para 1525, ochenta años después, en el apogeo de su Imperio, Huayna Cápac dominaba un territorio que abarcaba todo el espinazo andino y la costa del Pacífico, desde el Ecuador actual hasta el norte de Argentina.
Las causas verdaderas de la fenomenal expansión político militar de los quéchuas cuzqueños, así como la mayor parte de la historia política del Imperio Incaico, permanecen aún en el misterio. Pero por poco que podamos decir con certidumbre acerca de las circunstancias y acontecimientos específicos que permitieron la aparición y desarrollo del militarismo quéchua, es evidente, a pesar de esta ignorancia, que en su avance los Incas no encontraron otro enemigo de importancia que su propio espacio y sus limitaciones tecnológicas. Por eso, mucho más que de los detalles de la historia Inca sabemos acerca de las razones generales que hicieron tan tardía esta unificación del territorio andino y de las fórmulas que los Incas emplearon para organizar su espacio y consolidar el dominio que habían alcanzado.
Particularmente importantes a este respecto, son tres condicionantes territoriales que dejan sentir su peso hasta los tiempos más recientes: el aislamiento externo, la fragmentación interna y la pobreza del suelo.
Para la región central de los Andes y para una tecnología primitiva, la selva y el mar constituyeron barreras naturales casi infranqueables tanto en lo que respecta a la navegación como en lo que respecta al tráfico terrestre. La muralla que hicieron protegió a las etnías y culturas locales de posibles rivales en el control del espacio y los recursos; pero desalentó, por muchos siglos, la comunicación y el tránsito externos, mantuvo distantes las fecundadoras influencias políticas, sociales y tecnológicas de otras civilizaciones de avance igual o superior y las privó de necesarios estímulos para la evolución y el cambio social.
Todavía de mayor consecuencia que el aislamiento exterior, ha sido la fragmentación interior del espacio peruano, aún no completamente vencida hasta el día de hoy. En la costa, las condiciones marítimas fueron desfavorables al cabotage y al desarrollo de civilizaciones marinas, mientras que el aislamiento y la estrechez de los valles-oasis y su larga superficie desértica empujaron a una ocupación transversal del territorio y seccionaron en franjas la longitud del pais. En la costa y la sierra, la navegación fluvial fue imposible por la precariedad de los rios y torrentes, mientras la ausencia de animales de tiro y las difícultades del terreno impidieron la conversión de las trochas en verdaderos caminos carrozables, inhibieron la invención de la rueda e impusieron la comunicación de a pie. En la sierra, el terreno quebrado aisló y dispersó las gentes, limitando la escala de las colectividades, multiplicando los desarrollos puramente locales y haciendo difícil la expansión militar.
Y aun de mayor importancia la pobreza del recurso agrícola. La mayor parte del territorio peruano es una mera prolongación de la selva amazónica. Nueve décimos del resto están constituídos por la cordillera de los Andes corriendo de sur a norte. Sólo queda en las orillas del Pacífico una estrecha faja desértica cuya aridez es apenas mitigada por precarios cursos de agua abriéndose camino desde los Andes Occidentales hacia el mar.
El suelo es pobre y caracterizado en toda el area por escasez de nitrógeno, fósforo, manganeso, zinc, y frecuentemente también de potasio. Los agrónomos señalan también el bajo contenido de sustancia orgánica. El suelo más rico se concentra en el fondo de los valles, que son habitualmente estrechos y profundos, de modo que la disponibilidad de tierra llana e irrigada está severamente limitada. En las laderas el suelo es delgado y pedregoso y el lavado por la lluvia es casi permanente. Más arriba, en las punas, el hielo y el sol lo endurecen hasta el punto que roturarlo con el arado indio o taklla e inclusive con el arado hispano de tracción se hace imposible.
Se encuentran diferentes cantidades de insolación y también extrema variabilidad de temperaturas incluso dentro de la misma estación y dentro de las mismas áreas y altitudes, lo que causa un amplio margen de variación microclimática. Las variaciones extremas de temperatura pueden ser del orden de 20ºC. en veinticuatro horas, a alturas superiores a los 4,000 metros. A menores alturas, una nube puede fácilmente hacer caer el mercurio en 7ºC. en el lapso de pocos minutos. El tiempo diario de insolación es afectado por la orientación y origina gran variabilidad de condiciones entre laderas o valles vecinos de modo que la deriva entre la altura real y la altura climática oscila por centenares de metros dentro de áreas relativamente muy pequeñas.
La altura condiciona con rígidez a los cultivos. Cuatro mil metros es el límite para la mayor parte de las cosechas aborígenes, incluyendo las papas y muchos otros tubérculos, y también para algunos productos europeos excepcionales como la cebada. Excepcionalmente, unas cuantas variedades de papas pueden ser cultivadas hasta los 4,800 metros. El maiz, se detiene a los 3,500 metros, aunque semillas de variedades especiales pueden ser cultivadas hasta los 4,000 metros. Tal ocurre con el trigo y la mayor parte de los productos de orígen europeo. La coca, la caña de azúcar y el algodón tienen su límite en los 2,500 metros.
El agua, por fin, padece bajo un régimen alterno de estaciones secas y lluviosas. Las lluviosas son irregulares y variables y las precipitaciones alcanzan extremos de escasez en los contrafuertes occidentales, en las mesetas en torno al Lago Titicaca y en general en todas partes entre los 1,600 y los 2,400 metros de altura. Los años de sequía son frecuentes con ciclos que varían entre los cinco y los veinte años según las áreas. En las mesetas en torno al Titicaca, el ciclo de sequía es de cinco a siete años. Las épocas secas son seguidas por lluvias torrenciales e inundaciones. Entre los 2,400 y los 4,000 metros de altura el promedio de precipitaciones es más abundante que a las alturas menores, pero la estación seca es larga y se prolonga ocho de los doce meses del año. El desprendimiento de laderas, durante la estación lluviosa, es un fenómeno característico y se produce en escala suficientemente grande como para poner en peligro los campos de cultivo y los establecimientos humanos, y para producir serio daño erosionando la tierra cultivable.
Los instrumentos pre-incas de adaptación al condicionamiento ecológico fueron obras, en gran escala, de construcción de veredas peatonales, de irrigación, andenería y almacenamiento de excedentes. Las veredas, con trazos bien hechos y siguiendo las distancias más cortas fueron frecuentemente pavimentadas de piedra, pero estrechas y concebidas tan sólo para ser recorridas de a pie. La andenería fue la solución adoptada para los problemas originados en la mala calidad del suelo de laderas, la estrechez de los espacios llanos y la erosión causada por los desprendimientos. En su construcción los andenes han sido comparados con macetas. Eran dotados de paredes dobles de piedra y rellenos con una capa triple de cascajo, arena y tierra vegetal para proveerlos de ventilación y reemplazar al suelo local. Valles enteros fueron remodelados y escalonados de este modo a lo largo de kilómetros. Con la andenería se combinó obras de irrigación a fin de compensar la sequedad del clima. Los canales eran con frecuencia de muchas millas de longitud, con el óptimo gradiente, siguiendo los contornos de los cerros. En las zonas bajas se incorporaba acueductos. Según la naturaleza del terreno eran meras acequias o se les protegía con un lecho de piedra. Con cierta frecuencia se hizo uso de la capilaridad para conducir el agua hasta la cumbre de los cerros, y distribuirla a los andenes. La escasez de los malos años era prevenida por conservación y almacenaje en graneros.
La imagen de identidad unitaria que proyecta la prehispanidad de los Andes se debe, tal vez, a estos hechos. Pues, aunque las civilizaciones pre-incas no parecen haber constituído jamás una unidad panandina, todas ellas compartieron una misma adaptación tecnológica a los condicionantes que impuso su espacio. En la Ciencia Antropológica, no es independiente la generación de la imagen del determinismo geográfico de la escuela boasiana tardía. La cultura es identificada por ésta con el dominio espacial de una tecnología específica. La tecnología con la determinación que el medio geográfico impone. El espacio geográfico que domina una determinada ecuación tecno-ambiental recibe el nombre de área geográfica. Su contenido es una cultura. Los portadores de una “cultura” definida en esa forma comparten una “identidad cultural”. Mitigados los racialismos extremos que dieron origen al indigenismo temprano, el dominio boasiano le dio un nuevo argumento en el determinismo geográfico y los modelos “de área”.
Aún sometidos los pueblos andinos a condicionamientos compartidos o quién sabe si por eso justamente, la fragmentación geográfica, desalentando el intercambio y el comercio, postergó por largo tiempo la integración economica de la región en su conjunto. Y, aunque fomentó el desarrollo de fuertes solidaridades regionales y locales, creó serios obstáculos a la unificación política, social y cultural de los Andes Centrales en forma específica. A la llegada de los españoles, la población total del Tahuantisuyo hasta sus límites en el actual Ecuador y la Argentina, no conseguía superar los seis millones de habitantes. El breve dominio de los incas estaba lejos de haber conseguido la fusión de las innumerables etnías que había sometido y, ciertamente, no había conseguido cimentar una unidad política que tuviera muchas posibilidades de durar. El Gran Imperio Socialista Utópico, estable, próspero y bien administrado fue solamente el espejismo histórico de algunos cronistas y filósofos neoplatonizantes. El verdadero Tahuantisuyo del Inca no fue otra cosa que el dominio militar ejercido por los quéchuas, en base a la fuerza de las armas, sobre una multitud de otras etnías que no tuvieron más identidad común que la de colectividad servil y conquistada.
Con una tecnología apenas basada en la piedra y el bronce, los logros monumentales que alcanzó el área andina en la adaptación del terreno, sólo fueron posibles en base al empleo masivo de mano de obra por largos períodos. Los Incas supieron beneficiarse de estas técnicas, sometiendo a las tribus conquistadas a una disciplina militarizada y férrea, que se propuso penetrar hasta lo íntimo de la vida privada y familiar, con miras a organizar el trabajo coactivo en una escala que los Andes no habían visto hasta entonces y respaldar, de este modo, su expansión territorial continua. Como se ha anotado bien, los quéchuas-como toda civilización del llamado tipo militante en general-dieron muestras de una capacidad de creación cultural bastante limitada, inferior considerablemente a la de otras civilizaciones andinas más clásicas. Su máximo logro fue la sistematización del empleo de la fuerza y de las armas para poner las instituciones tribales pre-incaicas al servicio de una sola etnía dominante.
El andamiaje administrativo del Imperio Incaico, estuvo basado sobre cinco principios, cuya persistencia se ha dejado sentir hasta tiempos recientes:
La distinción jerárquica y cerrada entre una pequeña casta étnica de señores quéchuas y otras muchas de siervos súbditos pertenecientes a las otras múltiples etnías.
La centralización absoluta del poder y el establecimiento de un sistema de control radial sobre los señores regionales y locales.
El monopolio estatal de las tierras y los pastos, las aguas, los recursos forestales y mineros y la infraestructura económica.
La expropiación continua de los excedentes de recursos, de producción y de trabajo de la población, en beneficio del Estado y de la casta étnica que lo controlaba.
El establecimiento de un sistema de economía redistributiva de estructura radial, por monopolio de los intercambios y contactos transversales.
La naturaleza radial del sistema, favorecida por la estructura étnico tribal de las sociedades conquistadas y la fragmentación del territorio, fue la clave de la dominación incaica. Gracias a ella, se impedía la creación de redes tranversales entre los gobernados y se mantenía entre ellos un contínuo antagonismo impidiendo la emergencia de una identidad común y con eso la formación de coaliciones. Pero en ello estuvo también la debilidad del imperio de los quéchuas. La expropiación excesiva impidió el desarrollo económico de las sociedades sometidas. La redistribución y el monopolio de la circulación impidió la generalización de un mercado nacional. La centralización hizo imposible la evolución hacia solidaridades más amplias que las de la aldea, la tribu o la etnía. La continua expansión territorial del dominio exigía una integración de niveles más complejos y para eso una tecnología de gobierno superior de la que la dominante etnía quéchua carecía.
A medida que creció en área geográfica, sus limitaciones pesaron más sobre la capacidad de mantener unificado el Imperio de los Quéchuas o Tahuantisuyo. La primera de esas limitaciones, fue la condición excesivamente minoritaria de la etnía conquistadora, incapaz de integrar en el grupo dominante, como lo hicieron los romanos, a segmentos cada vez mayores de las tribus conquistadas. La segunda, la heterogeneidad política, cultural y lingüística del espacio social, que sólo muy superficial y lentamente aceptó las instituciones quéchuas en esas siete décadas. La tercera, la ausencia de escritura y la deficiencia del quipu o cuerda de contar como instrumento de contabilidad, que hacían cada vez más difícil el mantenimiento de un sistema estandard de administración. La última, pero no la menos importante, la lentitud del sistema de comunicación y de transportes, dependiente de los correos de a pie, o chasquis y de la llama, hábil sólo para pequeñas cargas en trayectos cortos. Hacia 1525, año de la muerte de Huayna Cápac, y mientras Cortés consumaba la conquista de Méjico, el Imperio Incaico se dirigía ya aceleradamente a su desintegración. La posterior guerra civil entre sus sucesores, Huascar y Atahualpa, no hizo sino polarizar antagonismos interétnicos ya latentes, que la llegada de los españoles no tuvo luego sino que capitalizar. En 1533, la captura del Cuzco por un puñado de europeos a la cabeza de un inmenso y multiétnico ejército indígena rebelde, puso fin al efímero Imperio de los Andes. Pablo Macera define la participación indígena en la conquista hispana como la de “...un frente de liberación multinacional andina-dirigido-contra los incas”.
La identidad imperial y el nacimiento de la civilización hispánica
No solo sostiene Iwasaki que “...lo que nosotros entendemos por Conciencia Nacional o Peruanidad, no existía antes de la llegada de los españoles”, sino que afirma, además, que “Los encomenderos rebeldes (1542) fueron los primeros peruanos” porque fueron los primeros en desarrollar “un sentimiento de arraigo hacia esta tierra”. “La Conciencia Histórica Nacional se encuentra en germen dentro de esta etapa”, sostiene otro autor un poco más reciente.
La rebelión de Gonzalo Pizarro fue sin duda la primera ocasión en que se desplegó los colores de la bandera peruana al frente de un ejército en armas. Una cruz roja de San Andrés, con la “P” coronada, sobre un paño blanco. A excepción de la “P” y de la corona, como en el 1821. Pero identidad y voluntad autonómica son cosas distintas. Y si bien es muy cierto que Pizarro y sus hombres aspiraban a un reino en las tierras recién ocupadas, no por eso dejaban de saberse y de sentirse extremeños, andaluces, castellanos, vascos o gallegos. O, más universalmente, latinos como Carvajal, “el Demonio de los Andes”, que nutrido en la lectura heróica, se lanza a la batalla con el grito de guerra del que quiere “morir como romano”.
Entendida a la luz de los sucesos de esa época, la sublevación de Pizarro no inaugura la conciencia peruana como conciencia de identidad separada y ajena a la peninsular. Lo que marca, más bien, es el tránsito hispano de la Reconquista Señorial y Feudal al Imperio Dinástico. Prueba de ello es que, al tiempo que en las Indias se sublevan Gonzalo y los de Pizarro en defensa de privilegios feudales que ven en peligro, otros hacen lo mismo, allá en la Península, por motivos semejantes. Lo hacen desde 1499, la nobleza rural y los gremios en Aragón y en Castilla. Lo hacen en sucesion, poco tiempo más tarde, los de Andalucía, Valencia, Cataluña, Mallorca y Navarra. Lo hace, finalmente, el papado mismo que terminará derrotado y obligado a ceder, con la Bula Universalis Ecclesiæ que otorga a los sucesores de Fernando e Isabel el dominio completo en la administración religiosa para los territorios descubiertos en América. Entre todos ninguno se alza buscando independizarse de España sino en defensa de particulares derechos y fueros. La razón es muy simple. Como unidad política, España no existe hasta entonces ni existió hasta tres siglos después. Era un conglomerado de señoríos feudales y reinos con poblaciones racial, social y culturalmente mezcladas a lo largo de siglos, cuyo único vínculo estaba en la persona dinástica. El que ésta fuera el Rey de Castilla no tenía mayor importancia que el que lo fuera también de Aragón o Granada, y a un tiempo Duque de Milán o Conde de Barcelona, ya que todos éstos constituían espacios políticos y legales autónomos por más que centrados en una sola persona.
Altuve-Febres, en la obra más arriba citada ofrece mejores razones para atribuir los orígenes de la identidad del peruano no a la feudalidad declinante que había iniciado la marcha a las Indias, sino a la teología política de Roma y Toledo, a las tradiciones legales romanas e hispanas y a la manera en que éstas debieron de ser aplicadas para legitimar el dominio dinástico de la casa de Habsburgo sobre las tierras recién ocupadas. Las ideas de “conquista”, “factoría” y “colonia” importadas, más tarde, ya en el siglo XVIII, de un espacio jurídico ajeno, el francés y el británico, son extrañas al mundo hausburguiano. En la juridicidad imperial que entra desde la Bula de Oro (1356) en despliegue, la “legitimidad” y “justicia” de la guerra y los títulos configuran un espacio moral que subordina la praxis militar y política y provee las bases de un orden legal que persigue estabilizar y fijar el caos feudal de la Baja Edad Media.
Justo Título y Justa Guerra o Guerra Santa son las nociones centrales que guían jurídicamente la expansión imperial a las tierras de oeste. Justo Título es la legitimidad señorial del que ejerce el poder. El señorio deriva-según codifican las Siete Partidas de Alfonso (1256-1265), todavía en vigencia hasta el 1889-- de la herencia o costumbre, la boda, la donación, el pacto o la elección por una colectividad que posea majestad, libertad y derecho. Todo nuevo hallazgo territorial, pertenece al señor del lugar donde se hace. Enrique de Segusa, el Ostiense, Cardenal Obispo de Ostia, contemporáneo de Alfonso, esclarece que el señorío gentil es legitimo-deriva del derecho natural y divino-pero caduca con la llegada de Cristo Pantocrator, quien por Potestas Spiritualis la delega en el Papa y éste, a su vez en los emperadores y reyes. Esa caducidad viene a hacerse vigente a partir del mismo momento en que el evangelio les es predicado. Para los peninsulares cristianos, que arrastran una historia tan larga de mezclas raciales, la raza, en sentido moderno, no tiene importancia. Lo que importa es la fe.
Guerra Santa o Guerra Justa es aquella que se hace Contra Tyrannos. Tiranos, propiamente, son aquellos que usurpan señorío legítimo o que, resistiendo a la conversión y al señorío de Cristo, se constituyen rebeldes. Cambiando los términos, Mohammed por Cristo e Islam por Evangelio, es la misma doctrina que aplican los moros desde antes de Alfonso. En el mundo cristiano había sido ya practicada en los casos de Pisa y Cerdeña, Irlanda e Ingleterra, Canarias con Luis de la Cerda y con Portugal el Reino de Fez. Y en Palestina, por cierto, desde la Primera Cruzada.
En el espacio acotado por estos principios, la legitimación del derecho imperial en América habrá de pasar por dos sucesivos momentos. La legitimación del derecho a las tierras y la legitimación del derecho a las gentes.
Se trata, al comienzo, del derecho de hallazgo. Entre Portugal y Castilla, el señorío del mar y sus islas se encuentra en disputa. El Tratado de Alcacobas (1479) resuelve una línea que deja Canarias del lado de Aragón y Castilla y otorga a Portugal el espacio al oeste. En la Capitulación de Santa Fe (1492) se revela la insatisfacción de Castilla. Los Reyes Católicos, con el descubrimiento, se reclaman, poco tiempo después, Señores del Mar Océano y sus islas “por haberlas descubierto y hallado”. Colón no recibe jurisdicción de Adelantado como hubiera sido en tierra de moros, sino jurisdicción de Virrey, como hubiera sido con Cataluña, Navarra o Valencia. Al año siguiente, y en vista de haberse encontrado territorios gentiles, se busca resolver la disputa por vía papal. Alejandro VI, Rodrigo Borgia o de Borja, un papa español, convalida en la Bula Inter Coetera el derecho de hallazgo a Castilla y le da el Señorío del Mar de Occidente desde las islas Azores. Portugal se reserva el Mar de Africa. Unos meses después otra bula, la Dudum Siquidem extiende el derecho hasta las costas del Indico. El Papa Alejandro y sus hijos terminarán emparentados, más tarde, con los incas del Cuzco.
Queda aun por resolver la cuestión del señorío de gentes. ¿Son los naturales de Indias humanos de pleno derecho o bruta animalia?. Si lo son, como sostiene Juan Ginés de Sepúlveda (1511), ese señorío se satisface y se basta con el derecho de hallazgo. El título que Sepúlveda da a su obra atestigua la preocupación que lo embarga: De justis bellis causis apud indios. Si no lo son, como Antonio de Montesinos, Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas insisten, se hace necesario acudir a la Potestad Evangélica y a la Vindicacion de Tiranos. Para las Casas se trata de la creaciòn por el Papa Alejandro del Sacro Imperio de Indias con sus emperadores y reyes. Para ello debe haber conversión y consentimiento de los señores locales. Si la conversión no se cumple, la tiranía justifica la guerra. Si la conversión, sin embargo, llegara a cumplirse no se podría prescindir del consentimiento de los señores locales.
Pero cualquiera que sea el estatus del indio, por la Universalis Ecclesiæ el Emperador es Señor de las Dos Espadas-la temporal y la espiritual están con él. Tiene, pues, por delegación, la Potestas. Y cuando años más tarde, Carlos V quiere renunciar al dominio sobre el recién adquirido Perú, Vitoria lo llama al deber. Desde 1512, con las Leyes de Burgos el señorío imperial sobre Indias se da por sentado. Mientras la duda subsista, el requerimiento-de origen islámico-satisface la condición que reclama el derecho ante el estatus humano gentil. De ahí la meticulosidad con que se cumple la práctica. Frente a las pretenciones de los descendientes de Colón, Carlos V no espera a que se decida el asunto y desde 1520 asocia el Señorío a la Corona de Castilla. Desde entonces, la condición de un vasallo del Señorío de Indias resulta jurídicamente igual a la de un vasallo del rey de Castilla.
En 1537 la Bula Sublimis Deus de Paulo III-el de Michelangelo y Trento-reconoce que los indios no son bruta animalia como dice Sepúlveda. Las Indias se definen como Señorío independiente frente a las múltiples coronas de España pero, como Portugal desde 1580 o Aragón desde los Reyes Católicos, dependientes de la persona dinástica del Rey de Castilla.
Pero, ¿y si la conversión se cumplió?. La conciencia imperial sigue llena de escrúpulos. Dice Jiménez de Quesada, en Nueva Granada, un año despues “...al fin todo cuanto vamos pisando es suyo por derecho natural y divino, y el dejarnos entrar...es gracia que nos hacen y de justicia no nos deben nada...”. Queda por justificar el traslado de la soberanía imperial y ésto sólo se puede lograr arguyendo la legitimación alfonsina-de la herencia o costumbre, la boda, la donación, el pacto o la elección por una colectividad que posea majestad, libertad y derecho.
Desde 1519 los juristas hispanos se esmeraban en acumular un argumento sobre otro. En el caso de la Nueva España la solución se encontró recurriendo a la donación de Moctezuma a Cortés y la explícita obediencia de los caciques de México una vez concluídos los primeros conflictos. Todavía en 1605 persistía el esfuerzo por cerrar todo resquicio legal: el rey compró a los descendientes de Moctezuma su reconocida renuncia a toda pretención residual que tuvieran a cambio de una pensión que la Corona española pagó hasta 1820. Según Huamán Poma en 1531 hubo, en Tumbes también, donación expresa de Huascar hecha por intermediación de su abuelo, Martín Huamán Malcu de Ayala, segunda persona del Inca.
La guerra levantada por Atahualpa con Huáscar, su rechazo del libro sagrado, el fratricidio de 1532 hicieron, de otra parte, de la sucesión de Atahualpa un caso perfecto de usurpación contra sus señores legítimos. Se alega además el derecho que viene de elección consentida. A la vindicanciae contra tyrannos que sigue, se suma la explícita aceptación de los pueblos bajo sujeción de los quéchuas que se unen en la marcha victoriosa hacia el Cuzco. Las informaciones y encuestas que manda Toledo, el Virrey, se esmeran en confirmar estos hechos. Carlos V no puede llamarse Señor Natural si no reconoce a las etnías nativas la condición de colectividades políticas capaces de designar o consentir gobernante.
Desde 1541 los caciques son llamados señores, con las connotaciones que al uso del término reserva la época. Lo que en 1542 se confirma en la Junta de Valladolid y las Nuevas Leyes de Indias. A partir de ese entonces, a los señores locales se les reconoce hidalguía y nobleza, aun de sangre imperial y su titulación se equipara a la vieja titulación de Castilla. Las nuevas leyes exhortan a los españoles solteros a casar con mujeres de la nobleza local. La mayor parte lo hace. ¿Se hispanizó con eso a los indios o se indianizó a los hispanos?. Santillán nos explica: en los dias de la conquista-sostiene-cada español “se hizo un inga” e hizo uso “de todos los derechos, tributos y servicios que en aquella tierra tenía el inga...”. Se habla ya de pacificación y no de conquista. En 1582 se confirmará los derechos de los caciques peruanos, cada vez más mestizos. Toledo funda en Cuzco a cargo de los jesuitas el Colegio de San Francisco de Borja para miembros de la nobleza nativa.
Pero queda todavía imperfecto el argumento de la herencia. En Vilcabamba, Manco, un último descendiente del Inca sigue aun sublevado. En 1560 Sayri Túpac, último inca nativo, se bautiza y dona el imperio a Castilla a cambio del repartimiento de Yucay, en el Cuzco. Su nieta, María de Loyola, sobrina de San Ignacio de Loyola casa con Juan Enríquez de Borja pariente del Papa Alejandro y de San Francisco de Borja y Aragón y el repartimiento de Yucay se convierte en Marquesado de Oropesa. María de Almudena Enríquez de Cabrera, última marquesa de Oropesa habrá de morir en 1687 sin dejar herederos.
El argumento está ahora cerrado. Pero del mismo argumento deriva que el Perú, terminar ese siglo, no es ni puede ser factoría, colonia o estado servil. Si lo fuera, el Justo Título cedería en la base. Por Real Cédula de Felipe IV en 1627 se enfatiza todavía y se exhorta al respeto y defensa de los derechos nativos en base a su condición legal de igualdad con sus otros vasallos de Europa. El cronista Cieza de Leon describe el estado de cosas: “... considerando que, pues nosotros y estos indios todos, todos, traemos origen de nuestros antiguos padres Adán y Eva.....era justo que se supiese en que manera tanta multitud de gentes como de estos indios había sido reducida al gremio de la santa madre Iglesia...Y cómo siendo su rey y señor nuestro invictísimo emperador...cuya voluntad, así a los ya dichos Reyes Católicos como de su majestad, ha sido y es que gran cuidado se tuviese de la conversión de las gentes de todas aquellas provincias y reinos, porque este era su principal intento; y que los gobernadores, capitanes y descubridores, con celo de cristiandad, les hiciesen el tratamiento que como a prójimos se debía, y puesto que la voluntad de su majestad esta es y fue, algunos de los gobernadores y capitanes lo miraron siniestramente, haciendo a los indios muchas vejaciones y males, y los indios por defenderse, se ponían en armas y mataron a muchos cristianos y algunos capitales. Lo cual fue causa que estos indios padecieran crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes...Pues, sabiendo su majestad de los daños que los indios recibían, siendo informado de ello y de lo que convenía al servicio de Dios y suyo ya la buena gobernación de aquestas partes, ha tenido por bien de poner virreyes y audiencias, con presidentes y oidores; con lo cual los indios parece han resucitado y cesado sus males. De manera que ningún español, por muy alto que sea, les osa hacer agravio...Así que ya en este tiempo no hay quien ose hacerles enojo y son en la mayor parte de aquellos reinos señores de sus haciendas y personas, como los mismos españoles..”.
En 1609, con Garcilaso, los neoplatónicos italianos e hispanos habían iniciado la utopización de las Indias. Una exaltación del efímero Incario que culminaría en Inglaterra, unos veinte años después con la identificación que hace Bacon del Perú y la Atlántida. Paralela se inicia la polémica de los jusnaturalistas holandeses, franceses e ingleses contra los fundamentos jurídicos del justo título hispano y en nombre del libre derecho a la expansión colonial. Asociados la imagen utópica de la sociedad prehispánica, el alegato polémico y la visión protestante del mundo catolico, se alimentará, a partir de ese entonces, en el resto de Europa, la leyenda de “la destrucción de las Indias”, el abuso y despojo.
El Incario dinástico del Rey de Castilla
Al Imperio Europeo, desde 1613, el Emperador ha sumado otro Imperio. Es el Imperio, Monarquía o Señorío de Indias. Y así como es Emperador de las Españas es también Emperador de las Indias y la doble corona se unifica en la corona y persona del Rey de Castilla. Este es un Imperio de Imperios. Lo forman el Imperio Novohispano o de México y el Imperio Peruano o el de los Reinos del Perú. Cada uno de ellos está compuesto por reinos. Aunque solo un poco menos autónomos que los reinos de España, del Imperio Peruano dependen los de Nueva Granada, Charcas, Quito, Rio de la Plata, Panamá y la Capitanía General de Chile con un estatus sui-generi. por su condición militar. Su dominio se extiende al Pacífico Sur, hasta las Filipinas y las costas de la India. Estos reinos están bajo vasallaje directo del Rey. Pero en la ausencia inevitable de éste, los gobierna un Virrey residente en quien su plena autoridad se delega. Como en Navarra, Cataluña o Valencia.
Cada reino, en las Indias, se constituye por dos repúblicas o colectividades distintas. Las de españoles y de indios, ambas unidas en la república cristiana. Jurídicamente, la república es una colectividad que por naturaleza posée majestad, libertad y derecho de designar o consentir reyes. Es derecho ejercido por cabildos y audiencias, por sobre las cuales se encuentra el Consejo de Indias, con rango y autoridad que equivalen a los del Consejo de Castilla.
Por casi cuatrocientos años la conciencia de continuidad e identidad imperial hará arraigo y permanecerá en el Perú. Justificada o no por las realidades históricas del descubrimiento y conquista, el virreynato construirá de su identidad y su historia una imagen contínua que iniciándose con Manco Cápac, el héroe mítico quéchua, se prolongará, sin hiatos, hasta el 1800. Hacia el 1613, Garcilaso Inca de la Vega atribuye a Carlos V el título de Inca. Felipe Huamán Poma de Ayala le da ese título a Felipe III. Santillán lo comenta: “el rrey don Phelipe...magestad y monarca del mundo” fue inga, “porque la corona lo ganó” . Fray Juan de Silva, contemporáneo de ambos, insiste en que los Reinos de Indias son independientes de los Reinos de España y no subalternos. Juan de Solórzano Pereyra insiste en que al unirse a la Corona de España el Imperio de Indias no perdió sus fueros. Carlos II firma con el título de Inca. Felipe V, el primer Borbón en España, sigue llamándose Inca. En un grabado de 1748 que describe Fernán Altuve-Febres, Fernando VI aparece como XXII Inca Peruano. Grabados y oleos como éste fueron comunes hasta el 1821. En 1783 el Conde de Aranda proyecta una monarquía triple de Mexico, Perú y Tierra Firme gobernadas por el Rey de España, Emperador de las Indias en base a un pacto de familia como el de 1761. España e Indias representan para él “un solo cuerpo monárquico sin predilección particular”. En 1795 Hipólito Unanue sigue llamando Imperio al Perú y pone aun su esperanza en un pacto dinástico que autonomice y federe el Incario en el espacio borbónico. En 1809 una Real Orden recuerda que el Imperio de Indias no es colonia ni factoria como “los de otras naciones”... En 1810 las Cortes de Cádiz confirman la igualdad de derechos entre peninsulares e indios.
Sobre las endebles bases del efímero Tahuantisuyo Inca de los Quéchuas, la actividad jurídica y política de la Corona de Castilla construyó, según se advierte, entre los siglos XVI y XIX un nuevo Imperio del Perú que, presentandose como prolongación histórica del primero dio muestras en el tiempo de una estabilidad acrecentada y extendió sus territorios hacia escalas que el Inca Huayna Cápac no pudo siquiera imaginar. La existencia de este imperio hubiera sido, sin embargo, puramente nominal si esa creación jurídica, que otorgaba a los peruanos realidad política y administrativa, estatuto e identidad colectivas, autónomas y diferenciadas aunque en condiciones de igualdad frente a las de otras poblaciones, no hubiera venido acompañada de una paralela construcción del espacio social y geográfico del Tahuantisuyo.
La fuerza de la que procedieron estos logros estuvo en la capacidad y en la sofisticación de su aparato instrumental y político del que carecieron todas las civilizaciones que lo precedieron en esta zona geográfica. La escritura y la imprenta, la numeración matemática, la contabilidad de doble partida y el desarrollo de las redes bancarias; el caballo, el asno y la mula; la rueda, la carreta y los caminos carrozables; la pólvora y la artillería; la brújula, el sextante y la navegación, así como más tarde el cronómetro marino fueron instrumentos valiosos para el dominio en areas de gran extensión. No menos importantes fueron la fe en una religión y una ética universalistas, la existencia de una teoría legal avanzada y una clase jurista y la experiencia histórica acumulada por imperios más antiguos. Y también la flexibilidad otorgada por un sistema social de naturaleza estamental y no tribal, capacitado para servir de instrumento leal a pesar de la distancia y el tiempo.
“El aparato imperial español...impuso en todo el ande un solo orden homogéneo que...completó y extendió el orden inca”, dice Macera. Dos procesos parecen haber sido decisivos en el Reino del Perú para la constitución de una percepción y un sentimiento de identidad común. El primero fue el de la unificación de las innumerables identidades étnicas heredadas del Imperio Quéchua, en una identidad indígena común. “Los indios dieron un doble salto cuantitativo. A partir de una pluralidad de afirmaciones...adquirieron...una afirmación colectiva y homogénea...Los españoles hicieron de los indios una sola colectividad indivisa, una sola República...”. En esta transformación el universalismo de la evangelización cristiana y la sólida afirmación administrativa del régimen político resultaron ser determinantes. Pero no menos decisiva fue la política cultural y lingüística. La deliberada difusión del quéchua y el aymara a lo largo de varios siglos consiguieron lo que los incas no habían llegado a lograr. Convertirlos en “lenguas generales” e instrumentos de comunicación universal no solamente entre las diferentes etnías nativas sino también entre éstas y los europeos. Paralela a esta unificación se dió una segunda. Esta fue la de las etnicidades peninsulares. En el siglo XVI en la zona meridional andina se enfrentan todavía en guerras sangrientas los vicuñas o andaluces y los vascongados. Entre el siglo XVI y el XVIII sin embargo, la República de los Españoles se convierte en la República Criolla. Sometidos los conquistadores y sus descendientes a un régimen jurídico común que los distanciaba de los peninsulares y los acercaba unos a otros, en el Imperio del Perú desaparecieron en relativamente breve tiempo los particularismos étnicos que oponían en su patria de origen a los castellanos, andaluces, catalanes y a otros pueblos. Emergió tempranamente-mucho antes que en España misma-una conciencia de hispanidad común que se tradujo en la emergencia del criollo. España, como criolla, nació de ese modo en este continente antes aun que en Europa en donde las diferencias de unos y otros españoles persisten hasta hoy. La lengua no fue aquí un instrumento integrador sino un producto de la integración. Y si el castellano fue y es la lengua de Castilla, del español-síntesis de todos los idiomas españoles con las lenguas aborígenes de este continente-debe decirse que nació en los Reinos del Perú más que en España. Desde 1551, la Universidad de San Marcos de Lima, una de las más antiguas del mundo cristiano, se encargó de la formación de una elite ilustrada en la teología, las humanidades clásicas y las ciencias, las escuelas de nobles de educar al cacicazgo al estilo de la aristocracia hispana, los seminarios y las escuelas parroquiales de reclutar un clero de origen local. El predominio de la población rural sobre la urbana favoreció el bilingüismo de las dos comunidades, la india y la criolla. La sociedad virreynal fue una sociedad bilingüe y aun hasta trilingüe prácticamente en todos sus niveles.
Un segundo proceso fue el de la fusión del criollo y el indio y la emergencia gradual entre ambas repúblicas de una nueva capa social constituída por los mistis o mestizos y por los llamados cholos. Esta fusión no resultó impedida por el prejuicio racial que, para el español del siglo XVI, producto de más de tresmil años de mezclas raciales, era prácticamente inexistente. Fue alentada, más bien, como se ha visto, por las Leyes de Indias casi desde el primer momento de la ocupación española de estas tierras. Los primeros mestizajes se debieron a los históricamente tempranos matrimonios entre miembros de la nobleza indígena y conquistadores. El ejemplo fue seguido gradualmente por toda la república hispana y durante los siglos posteriores la celeridad con que siguió creciendo el componente mestizo de la población no tuvo más límites que el número de los criollos que había y la tasa natal. En ciudades como Lima o el Cuzco, que desde un primer momento atrajeron migrantes rurales, emergen los “cholos”. El mestizo es la prole del criollo y el indio. El yanacuna o el “cholo” es el indio desarraigado, extrañado del medio rural, de la aldea y la etnía y expuesto a la homogenización de la urbe. Su antecedente inmediato en España es el “chulo” o fanciullo, desarraigado también, en Madrid, de las múltiples etnías hispanas. “Fue mestizo-o cholo-en el Imperio español todo aquel que por filiación étnica procediera de un componente europeo y un componente no europeo sin ser socialmente adscrito a ninguno de ellos”, define Macera. Mestizos y cholos son producto no de mezclas raciales sino más bien de mezclas sociales, concluye George Kubler en 1958 después de un análisis clásico. En el virreynato esos términos denotan posiciones de estatus en referencia al sistema político de república o casta. El criterio racial interviene hoy en día solamente por confusión verbal sobre el uso histórico de ambas palabras. Por eso, uno y otro emergen ambiguos. Son colectividades en ciernes que crecen al margen de la estamentación del imperio. Pero, según Kubler mismo, entre 1586 y fines del siglo XVIII se habían multiplicado hasta ser casi un 42% de la población del país. Los censos revelan un trasegado contínuo del “indio” a la condición de “mestizo”. Para el 1800 terminarían por ser mayorías. Otras mezclas como la negra, la filipina, la polinesia y la china habían venido a añadirse. Carrión de la Bandera lo advierte: “O no hay --propiamente-mestizos. O que todos lo somos. que es lo más cierto..”. Para el 1880 observa el anarquista Manuel Gonzales Prada: “Todo el que en Lima entre a un salón aristocrático donde se hallen reunidas unas diez o doce personas, puede exclamar sin riesgo de engañarse, saludo a todas las razas y a todas las castas”.Y Ricardo Palma convierte esa realidad en un dicho hacia el 1900: “En Perú, quien no tiene de inga tiene de mandinga...”.
Del Incario al Perú
Hacia comienzos del siglo XVIII lo que es hoy el Perú constituía el núcleo de un vasto sistema imperial que extendía su espacio desde Panamá hasta Tierra del Fuego y cuya influencia se ampliaba hacia todo el Pacífico Sur. Hasta el siglo XVIII, los peruanos “...vivieron acostumbrados a que la justicia fuera administrada por sus conciudadanos y que uno de los polos del poder político estuviera administrado por el elemento vernáculo”.
El Imperio de las Indias no participó sino en forma marginal de las transformaciones religiosas, filosóficas, sociales y políticas de las que fue protagonista el mundo europeo en el curso de los siglos XVI y XVII, pero a cambio de esa marginalidad y de ese haber quedado fuera de la modernidad, no hubo de sufrir tampoco las divisiones religiosas, las crisis económicas, las hambrunas ni las guerras que asolaron la Europa en todo ese tiempo. En la época de su máximo apogeo, el sistema imperial que se presidía desde Lima estuvo constituído por un conjunto armonioso de reinos dotados de considerable autonomía, gobernado en las capitales de esos reinos por una clase ilustrada de criollos y en las del interior por una clase cacical educada y asimilada a la nobleza europea. Era una sociedad más rural que urbana, aunque sus ciudades prosperaban. La economía era fundamentalmente agro-pecuaria y extractiva con una producción abundante de alimentos y una demografía moderada y aunque la industria no llegó a desarrollarse, la exportación de minerales nobles garantizó en todo momento un abastecimiento generoso de manufacturas de ultramar. La actividad comercial interna y transocéanica alcanzó una considerable intensidad. El margen de autonomía que las Leyes de Indias garantizaban a las repúblicas de indios y criollos, así como a sus audiencias regionales y a sus cabildos provinciales y locales favoreció una relativamente equilibrada distribución de la riqueza entre los centros del poder político, las ciudades más pequeñas e inclusive las aldeas que se tradujo en una relativa paz social. Y aunque una porción considerable de la población de las aldeas vivió en ese tiempo en condiciones de pobreza y subordinación servil, éstas no alcanzaron nunca los extremos que por la misma época llegaron a alcanzar en el viejo continente. La relativa prosperidad y el bienestar se hacen visibles en la cita que, de un viajero italiano de la época que visitaba la Capitanía General de Chile, hace el historiador Ruggiero Romano: “El raquitismo, que desde hace trescientos años causa estragos entre los niños en casi toda Europa, no ha llegado hasta ahora por aquí, donde son pocos los afectados que se ven”.
La legislación virreynal de los Austrias se reveló históricamente, en tal forma, como un poderoso instrumento de unificación cultural, social y racial más que como un medio de preservación de las idiosincracias étnicas de los conquistadores y los conquistados. En general, la relación entre las dos repúblicas, la de indios, mayoritariamente dispersa en lo rural y la de criollos, mayoritariamente urbana, se terminó expresando en una simbiosis política, económica, social y cultural estrecha; que articulando y dotando de unidad, desde la ciudad, concebida como centro administrativo, religioso, social y de intercambios, la heterogénea variedad folklórica de las estructuras y los estilos regionales y locales; estimuló, entre lo peninsular y lo nativo y entre la ciudad y el campo, un ciclo continuo de recuperación, elaboración y devolución de creencias, normas y valores, cuya base material estuvo en los intercambios económicos y cuya resultante fue la producción final de una cultura común, y con ella la de una identidad particular del peruano en el marco de una nueva identidad hispana común que, definible ya como una civilización establecida en los cinco continentes, rebasaba las fronteras de lo geográfico y lo étnico.
El resultado de este proceso de nivelación terminó por ser, a lo largo de los siglos, como en los demás espacios del Imperio Hispánico, la avanzada fusión de los subsistemas institucionales e ideológicos más complejos que articulaban social y culturalmente a las etnías con los subsistemas alternativos, de origen peninsular y de ultramar, proyectados desde la sociedad conquistadora, su depuración gradual en el medio ilustrado de la cultura urbana y la reducción de los elementos residuales a la condición de estructuras sociales de aldea y folklores regionales.
Para fines del siglo XVIII, aunque existían aun vastas areas de la región centroandina donde la castellanización había sido incompleta y persistían el uso del quéchua y el aymara como lenguas complementarias o alternas, y aunque se conservaba el empleo del término “indígena” para referirse a la poblaciones rurales; las sociedades y culturas étnicas del Perú precolombino debian considerarse en condición avanzada de síntesis, la mayoría de sus lenguajes dejados de lado, y su fenotipo fusionado, en mestizajes de composiciones y grados diversos, con el de las clases dirigentes de origen criollo. Más que una o varias identidades étnicas, “nativas” o “indígenas”, opuestas a una identidad conquistadora, las poblaciones rurales del interior del pais compartían, ya entonces, la identidad social común de un campesinado cuya cultura compartía muchos rasgos comunes con la de los campesinados regionales de la península hispana.
Con el advenimiento borbónico tuvo fin el pluralismo imperial de los Austria y la identidad del peruano sufrió un rudo choque. Utraque Unum, la nueva divisa que sucede al Plus Ultra, simboliza el nuevo modelo absolutista de estado que viene de Francia. Un imitativo centralismo político-concebido a la imagen de “El Estado soy Yo”-había tenido en 1707 su primera expresión al anexarse definitivamente Aragón en Castilla. Desde 1713, a partir del Tratado de Utrech se habla por primera vez de la Corona y el Reino de España como una Corona y un Reino unitarios. En 1714 y en Lima, el erudito peruano D. Pedro Peralta y Barnuevo expresó sus temores recordando al Virrey que el Perú no había sido ni era colonia o provincia sino Imperio por propio derecho. En 1739, con la separación de Panamá y Nueva Granada, esos temores se vieron cumplidos.
En persecusión del modelo francés, el desmantelamiento del estado dinástico Habsburgo prosiguió los cuarenta años siguientes. Entre 1740 y 1770 sucesivos ministros, el Conde de Aranda, Campomanes y Floridablanca, arremetieron con fuerza, como lo habían hecho ya los borbones en Francia, contra los tres principales pilares del viejo sistema: la iglesia, la nobleza de espada y los gremios. Desde 1766, en España, en defensa de fueros institucionales, estamentales y étnicos y en contra de las impopulares reformas, se multiplicó los motines. En 1767 , la expulsión de los Jesuitas y la disolución ulterior de la Orden, privaron al Imperio Peruano de su más poderoso baluarte. Ya maduros los cambios, con la separación de Río de la Plata y de Charcas en 1776, apenas diez años más tarde, el Imperio de Indias sufrió un nuevo golpe que, dos años después, con la Cédula de Libre Comercio, para los intereses de la nobleza cacique, hacendados y comerciantes andinos, productores mineros, comerciantes mestizos y cholos y campesinos de la República de Indios se revelaría mortal. La profunda crisis económica que la Cédula produjo en el Perú no hizo sino ahondar resentimientos y protestas.
¿Debían aún considerarse vigentes los pactos dinásticos que legitimaban desde hacia dos siglos al Imperio de Castilla en España y las Indias?. En la Península la opinión de la iglesia, la vieja nobleza, los gremios y el campesinado de regiones y etnias los consideraba caducos, como hicieron hasta tiempos recientes y lo siguen haciendo los vascos. En 1781, en ese entendido, Tupac Amaru II, reivindica el título de Inca, que cree usurpado, declarándose Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires, continentes de los Mares del Sur, señor de la Ciudad de los Césares, de las Amazonas, y del Gran Paititi. La guerra se prolongó por tres años. Entre los peruanos de este imperio tan vasto Túpac Amaru atrajo las simpatías de todos, excepto la burocracia limeña y la nueva burguesía financiera y comercial peninsular y criolla dependiente del libre comercio de ultramar, que se beneficiaban del cambio. Y en cuanto a los otros criollos, Túpac Amaru nunca dejó de atraerlos a su causa, según comprueba Iwasaki. Para las viejas elites criollas, mestizas e indias “la prosperidad económica dependía no de la conquista de la plena libertad comercial”, sino del retorno a las condiciones de la era anterior.
La derrota de Túpac Amaru precipitó la liquidación del ya mutilado Imperio Peruano. En 1783 la nobleza local-los caciques-fueron privados de privilegios y títulos. Las minas fueron expropiadas por el estado español. Para debilitar aun más el antiguo sistema, se creó la Audiencia del Cuzco. Los cabildos-institución ancestral que hacía las bases de las viejas “repúblicas” de españoles e indios-fueron sometidos a un régimen de intendencias, importado de Francia. Los criollos fueron excluídos de los puestos públicos. Desde 1787 se comienza a usar la expresión colonia al estilo francés y británico y se adopta la actitud consecuente. En 1792 se dió un Nuevo Código de Indias. En 1798, el Perú perdió la Capitanía de Chile.
Con la Revolución Francesa y, más tarde con la invasión napoleónica, los tardíos esfuerzos de Floridablanca, de Aranda y la corona española fueron insuficientes para detener el ya inevitable desastre. En 1808, el Motín de Aranjuez y las juntas multiplicaron en toda la América, con el pretexto de confirmar lealtades al legítimo rey, la constitución de juntas locales que alentaron la emergente conciencia autonómica de las antiguas dependencias peruanas. En 1792, Vizcardo y Guzmán, en su Carta a los Españoles Americanos sigue percibiendo la propia identidad como hispana y común con la del resto de todo el Imperio, pero frente a la Peninsular entiende la de Indias como una “patria” distinta. En 1810, las Cortes de Cádiz disgustaron a Lima con su afirmación liberal. En 1812 persistía en toda amplitud la idea de patria adherida por Vizcardo y Guzmán: “...por patria entendemos-proclama un panfleto-la vasta extensión de ambas Américas”. En 1814 el procer peruano José Baquíjano y Carrillo se sintió obligado a recordar a la Corona otra vez el “no haber sido las nuestras nunca colonias conquistadas en situación de inferioridad o servidumbre sino reinos en la corona de Castilla”.
La disolución del Consejo de Indias y la Constitución de 1814 agravaron el descontento local. Para 1821, después de que Fernando la hubiera jurado, la secesión del Perú se encontraba madura. Aun así la conciencia peruana se encontró dividida. Para los países vecinos la cosa era clara. La afirmación nacional era una con la independencia de España que confirmaba su autonomía del Imperio Peruano. Para los peruanos era un asunto dudoso. Resultaba cuestión de elegir entre una causa realista que atentaba contra sus antiguos privilegios y fueros y una independencia que confirmaba la mutilación y recortes del siglo XVIII. “Como es bien conocido-sostiene Bonilla-el Virreinato del Perú fue el bastion de la lealtad hacia España, de tal suerte que la Independencia aquí, fue arrancada por la fuerza de las armas de los ejércitos provenientes del norte y del sur”. La verdad de los hechos es que los desconcertados criollos e indios combatieron en todos los bandos de la guerra civil. Y que la más enconada resistencia realista estuvo a cargo de las etnías indígenas. Altuve nos hace notar que “...los indios del sur del Perú, llenaron las filas de los ejércitos realistas hasta la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824”. El mismo Altuve recuerda la Vendée del Perú cuando menciona a los indios de Iquicha que, rebeldes en nombre del Rey contra la nueva República, resistieron en armas hasta muy entrado el siglo XIX. La idea de Imperio sobrevivirá todavía en los malogrados proyectos de San Martín y Bolívar. “El Perú, en 1820 y 1822 fue un país dividido entre dos gobiernos de principios monárquicos...”, imperiales más bien, dice el mismo escritor. Independientistas criollos de nota como José de la Riva Agüero, el Marqués de Torre Tagle o Juan de Berindoaga, eran todavía propicios a una monarquía de raíces borbónicas o austrias o a una reconciliación con España en términos nuevos. Torre Tagle llega aun al extremo de calificar de “extranjeras” a las tropas de San Martín y Bolívar y de “ejército nacional peruano” al realista. El fracaso de la reunión de Punchauca hizo ver, sin embargo, que los intereses de las nacionalidades que el sistema borbónico había traído a existencia y los del agonizante Imperio Peruano no eran ya conciliables. Como en el caso de Austria en 1918, la condición de la paz fue la transición de imperio a república sobre un territorio menguado y una identidad que, desaparecida la función de metrópoli que cumpliera su país durante tan largo tiempo, el peruano ya no supo re-encontrar.
Para el 1824 era claro el ascenso de una nueva corriente. La que identificaba la causa peruana en los términos del republicanismo jacobino, antihispano y anticatólico de las revoluciones anglosajona y francesa. Identidad, territorio, estado y nación se hicieron idénticos. La utopización del mundo prehispánico y la leyenda negra de la intolerancia, la discriminación, el despojo y abuso se hicieron recurso obligado para los nuevos ideólogos territorialistas. Expresiones como la de “vengar la sangre de los incas” o dar fin a “tres siglos de horror”, comienzan a hacerse frecuentes. Ya en 1822 el Congreso Constituyente republicano, se dirigió a los indios con esa misma expresión, llamándolos “virtuosos” y “nobles hijos del Sol”, calificando a los conquistadores de “usurpadores e injustos” y acusándolos de haber robado “nuestra plata y nuestro oro”. La identificación alienante de los constituyentes criollos con los “amados hermanos” indígenas, descendientes de “unos mismos padres”, parece entonces, por un momento, completa. Muy pronto terminaría por revelarse como una mera retórica. No faltó la manifestación de un otro territorialismo menos antihispánico, un poco al estilo del de Vizcardo Guzmán, el de Bartolomé Herrera: “Basta tener ojos para saber que el Perú de ahora no es el de los incas. Las razas que España trajo a habitar en este suelo han formado con la indígena un pueblo nuevo enteramente...Ahora es tiempo ya de conocer que el imperio de los incas desapareció hace tres siglos; que el pueblo que existe en el territorio que no se ha desmenbrado de aquel imperio es un nuevo Perú, el Perú español y cristiano no conquistado sino creado por la conquista; y que lejos de tener motivo de queja por aquel hecho inmortal de los españoles del siglo XVI, debemos a éstos la gratitud y veneración que los hijos, sea cuales fueren las faltas de sus padres, no pueden negarles sin pasar por desnaturalizados y horrorizar al universo”. Y denuncia la identidad alienada que observa surgir:”Y de tan buena fe creyeron (lo contrario) muchos españoles peruanos, que ...están persuadidos de que pertenecen al imperio de los incas; de que son indios; y de que los españoles europeos los conquistaron y les hicieron grandes daños”
Las identidades en crisis
A la desintegración política del Imperio sucedió casi de inmediato la del orden jurídico de las dos repúblicas que había sido inseparable de él. Ante la necesidad de optar por el dominio de la perspectiva indígena, asentada todavía en el tradicional régimen de fueros y el de la criolla, identificado ahora con el electoralismo de los sistemas francés y anglosajón, el tránsito obligado hacia un régimen político de naturaleza electoral hubo de optar por privilegiar a los criollos instaurando constituciones censales que subordinaron al campesinado y en la práctica lo marginaron de la ley. El paso de virreynato a república incrementó la rigidez de contextos sociales y, artificialmente, hizo que el proceso de mestizaje en la cultura peruana se hiciera más lento, observa George Kubler
Los códigos-comenta el historiador Jorge Basadre-no reconocieron la comunidad o república de indios porque el Código Napoleónico no legisló acerca de ella. “La legislación republicana, reflejo del individualismo de la revolución francesa (la) atacó (a la república de indios)...queriendo disolverla con el reparto de tierras (1824-1825)” sostiene. En efecto, desde 1824, y siguiendo el modelo revolucionario francés la Constitución Republicana disolvió las comunidades o cabildos campesinos, bases de la república de indios. La disolución de la república de criollos-simultánea a la disolución de la de indios-distanció al Perú del resto de América, precipitó la desintegración del país en regiones y empobreció a la vieja aristocracia criolla en beneficio de una burguesía financiera y comercial emergente.
A partir de esta época, el mundo rural se hizo cada día más pobre. Frente a la costa los Andes fueron quedando aislados, el comercio interior decayó y decayeron, a un tiempo, los vínculos con los países vecinos, ahora extranjeros. La economía se subordinó totalmente a la explotación de recursos primarios y al comercio exterior con Francia e Inglaterra. En sucesión, la riqueza la hicieron la minería, el guano, el salitre, el caucho y más tarde el azúcar. Los diferentes grupos de poder vinculados a la extracción y al comercio se establecieron en unas pocas ciudades a las que esa economía hacía más prósperas por manejar las finanzas: Lima, Arequipa y Trujillo que, orientadas ahora hacia Francia e Inglaterra, “modernizaron” su estilo. “La ciudad criolla republicana...por su propia conveniencia reforzó el aislamiento campesino y favoreció...el fortalecimiento de una subcultura (distinta) en el campo andino”. Esa subcultura, tradicional y mestiza, fue identificada, desde entonces, como “india”.
En lugar de crear la unidad e igualdad, la ley consagró una frontera jerárquica. “La república falseó la igualdad real mediante la igualdad legal”, dice Iwasaki. Incapaz de recoger,contener y expresar los intereses, valores y normas de la población campesina indígena, la ley se impuso como una camisa de fuerza impráctica e irreal, ajena a la comprensión y el conocimiento de las masas rurales, que se siguieron ateniendo a sus costumbres y usos locales. Las idiosincracias culturales de las dos repúblicas fueron vistas necesariamente como desigualdades ante la nueva óptica juridica y política. De una parte se ubicaba el saber y el poder. El conocimiento del Código y el procedimiento, y el poder de legislar, interpretar y aplicar, adulterando con frecuencia el espíritu, pero respetando la forma. De la otra, los arcaísmos y la debilidad campesinas: las costumbres y usos locales culposos de “superstición” e ignorancia a los ojos “modernos”, pero subjetivamente inocentes, en tanto se mantuvieran ocultos.
La debilidad del Estado, su escasez de recursos y el desinterés de las minorías urbanas por la suerte del “indio”, favorecieron una larga anarquía y la transformación del interior del pais en una “tierra de nadie” legal, en donde la interpretación de la ley, debió someterse al sentido común de la supervivencia, el provecho, la oportunidad, el poder y la fuerza. La privatización de las tierras de las comunidades, que fue una consecuencia entre otras muchas de la liquidación del sistema de repúblicas, dio comienzo a un interminable proceso de despojos que multiplicó latifundios y convirtió a la mayor parte de la población indígena en población servil. Los latifundistas mestizos en las ciudades andinas, ya en decadencia, instauraron un orden feudal igualmente alejado de los usos y costumbres “de indios” y de los nuevos estilos costeños, pero participando de ambos.
La especulación filosófica y la ciencia social que nacía difundían ahora las ideas de “geografía”, de “raza” y de “pueblo” como modos de ser solidarios determinantes del estatus territorial, biológico y psíquico de grupos humanos y las hacían sustrato común de la civilización, la cultura y los logros sociales. Por largo tiempo la visión racialista y la reducción geográfica fueron inseparables de la Ciencia Social recientemente fundada en la Francia del régimen nuevo, en los republicanos Estados Unidos y en la Inglaterra anglicana y pragmática. Desde Saint Simon una nueva visión de la historia se impone. La especie humana evoluciona y progresa en conjunto hacia el estado “positivo” ideal de una civilización tecnológica, perfectamente racional y científica. En ese proceso los pueblos más avanzados se identifican como aquellos que se hallan más cerca de ese ideal. Son, por eso, los pueblos americano, francés y británico. Los otros pueblos de Europa aparecen como pueblos retrógrados a los que la superstición e ignorancia y la mala voluntad de gobiernos e iglesias mantiene en la “oscuridad medieval”. Otros pueblos, en fin, en el Asia, el Africa, Oceanía y América, se ven arrastrados a estados serviles por causa de su inferioridad sustancial expresada en la raza. Según Saint Simon, fundador del positivismo moderno y las Ciencias Sociales, es el caso del negro. Su esperanza es tan sólo la magnanimidad redentora del blanco.
La noción de que existe una relación necesaria entre las diferencias de raza biológica, de contexto geográfico y de avance o progreso racional y social y de que estas diferencias hacen síntesis en el ethos, cultura, mente común o alma de un pueblo condicionando la conducta individual y colectiva de sus miembros, impregna las ciencias sociales y médicas del siglo XIX y parte del XX. Su aceptación o rechazo por parte de la clase ilustrada europea y criolla en ese período resultó inseparable de la aceptación o rechazo del paradigma científico de la época y ni siquiera pensadores sociales como Engels y Marx que privilegiaban las diferencias de clase social y económica sobre las diferencias de raza se hallaron totalmente libres de ella.
Fueron dos las escuelas dominantes en ese período: la escuela anglosajona-de base empiricista y biológica y la escuela germana-de orientación racionalista y psicológica. Entre ambas, el positivismo franco-británico de Durkheim y Spencer, discípulos de Saint Simon y de Comte, que aunque reconoció relaciones entre la psicología colectiva y la raza dejó el examen de éstas más bien en latencia y puso más bien su atención en las estructuras sociales.
La influencia del biologismo británico se hizo sentir en América desde comienzos del siglo pasado, cuando hacia el 1813 James Cowles Pritchard propuso una primera teoría del mestizaje selectivo asociada a la selección ganadera. Influido, el inglés Robert Knox sostuvo ya en 1850 que la raza lo es todo y que los no blancos pertenecen a otras especies. En esa base se funda la Royal Anthropological Society hacia el 1860. Hacia el 1825 Joseph Gall, el frenólogo, propuso una primera teoría sobre la relación entre herencia biológica, disposición de los huesos y capacidad psicológica. George Combe, discípulo suyo creyó demostrar, pocos años después, la superioridad racial de los ários en base al índice cefálico y mediciones de craneos. Según Combe, las diferencias raciales constituyen un hecho biológico de naturaleza inmutable. Hacia 1839, Samuel George Morton, médico anatomista, discípulo de éste, fundó la llamada Escuela Antropológica Americana que obtuvo el respaldo del naturalista Louis Agassiz. Josiah Clark Nott y George R. Gliddon sostuvieron en Estados Unidos hacia el 1854 que los vínculos entre raza y carácter moral eran ya un hecho probado. Desde 1865, Francis Galton promovió la eugenesia como estrategia social. El antropólogo Morgan, en los años del 1870, sostuvo la interdependencia de raza y cultura e insistió en la inferioridad del cerebro de los pueblos llamados “primitivos”. Hacia 1895 William McGee, presidente de la American Anthropological Association concluyó que la sangre anglosajona es más poderosa que la de las otras razas. Lo mismo sostuvo el presidente de la American Association for the Advancement of Science en 1896. En 1910, con la fundación del Eugenics Record Office, la Escuela Americana promovió en los Estados Unidos la moda eugenésica que alcanzaría su clímax, más tarde, en los tiempos de la Segunda Preguerra. En 1914 se fundó la National Conference on Race Betterment. En 1915, con aprobación de la ciencia antropológica, social y etnográfica se aprobó, en ese mismo país, las primeras leyes de esterilización en la historia.
En lo que respecta a la Escuela Germana, ésta asentó sus raíces en el evolucionismo idealista de Hegel. En el Psicohistoricismo, su versión etnográfica, la evolución cultural aparece como una genealogía de almas colectivas nacionales, raciales y étnicas. Hacia el 1860 Adolf Bastian, ortodoxo en su orientación idealista, sostuvo la unidad psíquica de toda la especie. Pero unos quince años más tarde, Wilhelm Wundt, el psicólogo, puso énfasis en las particularidades de las almas raciales o étnicas. Gustav Theodor Fechner, el físico, lo siguió en el 1879. Desde 1896, el psicohistoricismo convergió con el geografismo de Friedrich Ratzel, el geopolítico. La identidad etnopsíquica apareció, desde entonces, como una estructura específica, constituída por “rasgos” y no interpenetrable con otras y los rasgos estructurados así combatiendo entre sí y controlando “dominios” o “áreas culturales” de carácter territorial o genético.
En las ciencias sociales, la weltanschauung psicofísica no fue puesta en tela de juicio hasta que a fines de siglo, Franz Boas, refugiándose en el neokantismo de Rickert y Windelbandt, no hubo afirmado la libre historicidad de la mente, individual o social, y consecuentemente negado la determinación racial y geográfica de la cultura y el carácter moral. Una transacción posterior de su escuela con la escuela germana más clásica bajo la influencia de Dilthey, condujo en los Estados Unidos a un nuevo historicismo geográfico que dominaba en América todavía a mediados del siglo siguiente. Se retornaba a la idea de áreas geográfico culturales aunque en ellas el ethos era de naturaleza puramente mental y no se afirmaba condicionado por biología o por raza sino por necesidades pragmáticas. Las culturas se condicionaban por su núcleo tecnológico. Pero cada una de ellas seguía siendo un sistema interdependiente de rasgos no interpenetrable con otras. La identidad seguía siendo un hecho inalterable en el tiempo. El combate por dominios geográficos seguía siendo una consecuencia necesaria del encuentro cultural en la historia.
Sin haber abandono formal de los viejos lenguajes que, en el marco de antiguas tradiciones legales usaban los términos de “casta” y “linaje”, “indio”, “criollo” o “mestizo” como definiciones de estatus familiar y político, el nuevo Perú que surgía del 1821 redefinió los identidades sociales sobre la nueva estructura cultural y económica y sobre la nueva visión del espacio geográfico que esta estructura imponía y adoptó gradualmente la visión racialista y geográfica del paradigma científico en boga.
La identidad terminó definida, en los hechos, por la actividad económica, urbana o rural; la residencia, costeña o “serrana” y el estilo de vida, tradicional o “moderno”. Y, al mismo tiempo, formalmente justificada y expresada en lenguaje biológico. De un lado, mirando a Europa, la costa, sus ciudades y gentes: los criollos. Europeizantes, “ilustrados”, “modernos” y definidos, en globo, como racialmente “blancos”. Del otro, mirando hacia adentro, la “sierra”, rural, interior, agraria y pecuaria, con sus formas tradicionales de vida. Todos sus habitantes, en globo también y cualquiera que fuera su origen, quedaban definidos como “indios”, “no-blancos” a los ojos del criollo costeño. La posición del “mestizo” en las declinantes ciudades andinas, terminó más ambigua que nunca. Percibido y tratado del lado del “criollo” por el indio legítimo. Percibido y tratado como “indio” o “cholo”, a lo menos, desde el punto de vista del criollo. En la costa, los negros, los chinos, mulatos e “injertos” de chino con negro y los legítimos “cholos” urbanos, dependieron de su hábitat. Los que estaban adscritos a las haciendas rurales, por su estatus servil, resultaron en posición intermedia entre “criollos” e “indios”. Los que residian en la urbe se convirtieron en masa y en plebe.
Entre los elementos que polarizaban las identidades posibles, el criollo representaba el lado culto, civilizado e instruído; la iniciativa de la industria, la banca y el comercio; los hábitos modernos de higiene y de consumo. El indígena representaba el analfabetismo y la incultura; la economía servil de estricta subsistencia; la vida mísera y la regresión al estado salvaje. A los ojos del criollo la condición mísera del “indio” pasó rápidamente a confundirse con su misma esencia. Sin que se lo excluyera terminantemente de lo humano, se habló de su escasa inteligencia, de su ociosidad y de su propensión a la mentira, de su ignorancia y de su superstición, como de una naturaleza insuperable. Más adelante, al difundirse el estilo biologista de las ideologías del tardío siglo xix, esta naturaleza se identificó con una esencia racial degenerada y de trasmisión hereditaria.
Entre estatus y estatus, una linea de sombra, una frontera de fácil transgresión y traspaso, gracias a la cual, en nombre de la costumbre y el uso “del indio” se evadieron las leyes y en nombre de la ley del criollo se atropellaron los usos. A falta de un sistema de valores y normas comunes, el formalismo acompañado por el abuso, la transgresión y el antojo, se convirtieron en el estilo general del pais. La ética ausente, se vio reemplazada por una moral de apariencia, relajada y pragmática. Un agudo alemán, viajero filósofo, observò que, mientras sobre las dirigencias inglesa y prusiana reinaba soberano el Deber, por esa misma época en la oligarquía peruana se entronizaba la Gana.
La nueva burguesía criolla y los nuevos señores del agro y los pastos se disputaron desde entonces el control del país, arrastrando a lo que quedaba de nación a una sucesión interminable de golpes de estado, guerras civiles y motines que se prolongaron, casi sin interrupción, hasta fines de siglo.
La Guerra del Pacífico (1879), entre Chile, Bolivia y Perú, encontró una nación dividida y una identidad fragmentada. La derrota peruana se debió más que nada a la frágil moral ciudadana. Sublevada la población servil de la costa-indios, negros y chinos-fue al encuentro de las tropas chilenas a las que vio como amigas. La población criolla flaqueó. Gonzáles Prada describe la toma de Lima: “Desde el día en que los invasores desembarcaron en Pisco, el animoso entusiasmo...empezó a decaer y siguió decayendo hasta degenerar en un amilanamiento indecoroso. Abundaban los rostros pálidos y las voces temblorosas. Las primeras en amilanarse fueron las personas decentes: ellas, con sus figuras patibularias y sus comentarios fúnebres sembraron el desaliento en el ánimo de las clases populares. Difundido el miedo y perdida la vergüenza, los hombres se guarecían en las legaciones, en los conventos y en sus propias casas. Hubo necesidad de traerles por fuerza....El 15, nos hallábamos reunidos los oficiales cuando una descarga de fusilería nos anunció el ataque de los chilenos a los reductos de Miraflores. Algunos oficiales, cogidos de pánico, huyeron a todo escape, bajando el cerro con una agilidad de galgo. Quise ordenar que se les hiciese fuego, más el jefe del fuerte me lo impidió”. Sublevada, también, la “indiada” en los Andes, dió muestras de un mayor espíritu cívico. Su resistencia opuso una barrera infranqueable a los invasores chilenos que nunca pudieron conquistar el dominio del medio rural.
Con Gonzáles Prada, a comienzos de siglo, el sentimiento de humillación y derrota abre paso a una crisis de identidad en la conciencia peruana. En Nuestros Indios, Gonzáles Prada llama a la rebelión al indígena. “Todo blanco es más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche”, sostiene.“...no forman-dice-el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la franja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminados en la banda oriental de la cordillera”. Un grupo de intelectuales criollos, Joaquín Capelo con su Asociación Pro-Indígena (1912), Hildebrando Castro Pozo (1914) con sus descripciones del colectivismo en las comunidades andinas y Dora Mayer con innumerables panfletos, lo imita en los años siguientes en su identificación con las poblaciones andinas. Casi al mismo tiempo, otro criollo, Víctor Andrés Belaunde. irrumpe en defensa de la “raza mestiza”: “La suerte del Perú es inseparable de la del indio...la raza española ha convivido y se ha mezclado con la raza aborígen durante tres siglos creando el tipo del mestizo, que constituye la mayoría de la población, y del criollo, que por influencia del ambiente es mestizo, por ósmosis”. Y luego, medio siglo más tarde, el mismo ensayista creerá haber descubierto, por fin, la identidad del peruano en la fe y atribuye al catolicismo “la definitiva transformación espiritual del Perú”. “En esta vinculación espiritual-dice-estriba el secreto de eso que se llama...la conciencia nacional”. Sólo excepcionalmente, en estos primeros momentos, algún escritor, como Gálvez, asume tímidamente la defensa de España.
De este modo, aunque entre los años del 1900 al 1930, la “cuestión indígena” fue impulsada a un primer plano por la participación indígena en las campañas militares de 1879 y 1880 y por la multiplicación de las sublevaciones a partir de esa guerra, el interés creciente por las mayorías campesinas marginadas del Perú Andino, no mejoró su situación. La “cuestión indígena” llegó a convertirse en la polémica del Indigenismo e Hispanismo, pero esta polémica no opuso al indígena contra el español-americano, sino a diferentes sectores de interés de la población criolla ilustrada, que optaban por una u otra versión alternativa del pasado histórico y de la identidad patria.
El no-racialismo de la antropología boasiana había llegado tarde al proceso ideológico. Desde el 1918, con el völkisch o populismo naciente, el racialismo hacía su tránsito del mundo científico al mundo político, afianzando el proceso de afirmaciones neo-étnicas que iba en ascenso. Sucesivamente el neo-celtismo, el neo-odinismo, el paneslavismo, el anglocentrismo y el neo-hispanismo iniciaron su marcha en Europa. Apoyándose en ellos y afirmando la unidad de la historia, la cultura y la raza, emergieron, en el campo político, los nacionalismos raciales afirmando el dominio exclusivo sobre espacios históricos y reclamando el derecho de disputar el dominio de nuevos espacios con identidades a las que se vió, en el momento, antagónicas. Al promediar los años del 1920, ese mismo populismo emergente polarizó la crisis de identidad del peruano en racismos también antagónicos: indigenista e hispanista.
En el indigenismo, el Perú aparece como sede de un próspero y pacífico Imperio Incaico, émulo de las antiguas civilizaciones del viejo Continente, cuyo destino histórico se frustra por causa de la barbarie conquistadora. La población indígena, degradada y corrompida por siglos de opresión, constituye el alma nacional. La misión de los criollos y mestizos ilustrados es redentora. Cuando esta redención haya sido consumada, se revelará en toda su potencia original y creativa americana, que la verdadera identidad peruana no es europea ni española, sino estrictamente indígena y andina, o tal vez mestiza.
Por el Hispanismo se esgrime, renovado, el antiguo argumento de la legitimación por la Fe. Aquí el protagonista es el español heróico de la Reconquista, Paladín del Cristianismo, que irrumpe como civilizador en el dominio despótico e idólatra del Inca. Es cierto, reconoce, que hubo excesos. Y, sin embargo, los beneficios de la conquista superaron con creces a los daños que trajo. No solo el alfabeto, la rueda, el ganado doméstico, las hortalizas, los granos y las frutas, sino sobre todo el beneficio inapreciable de los Evangelios, sin el cual las almas-ciertamente humanas-de la población indígena, no hubieran podido alcanzar la salvación.
En la Europa de esos años del völkisch se multiplicaron los desfiles de activistas disfrazados de druidas, de vikingos y antiguos romanos, al tiempo que se renovaba las doctrinas y ritos de los paganismos pre-cristianos. Los grandes ideólogos del socialismo nacional aspiraban a la restauración del Imperio Romano, del Sacro Imperio Germánico o del Imperio Bizantino. Los artífices de estas reconstrucciones, que rivalizaban entre sí, habrían de ser las masas obreras y campesinas postergadas en las que el instinto de la sangre, aún no contaminado por la decadencia de la religión cristiana y de la sociedad capitalista, haría pronto posible la renovación de las glorias pasadas.
En la etapa de indefinición de territorios ideológicos que entre las izquierdas y derechas socialistas precedió a la explosión de 1939, el völkisch se convirtió en un estilo del pensar que cada ideólogo combinó, a su manera, con sindicalismos y obrerismos. La polarización final del socialismo entre el bolchevismo y el nazi-fascismo-falangismo, retuvo en ambos bandos la vigencia simultánea de los ingredientes clasistas y etnicistas aunque otorgándoles en cada caso un énfasis distinto.
“Los indígenas...no sólo sufrieron el impacto de la codicia y de las armas, sino descubrieron a través de España la fe de Cristo, la escritura y el libro, el caballo...y los bueyes...la vid, el trigo, la caña de azúcar, el olivo, el arroz, el laurel y la rosa, el derecho de viajar, el derecho de pensar, el ansia de libertad, la individual afirmación de los derechos inalienables de la persona humana” argumenta, en 1925, Aurelio Miroquesada, un escritor hispanista vinculado a la UR. La nacionalidad es el indio-responde Valcárcel, un indigenista cuzqueño, apenas dos años despues-postulando una imagen dualista de la identidad nacional. Dos razas, la blanca y la india, se enfrentan desde dos capitales rivales que son Lima y el Cuzco. Pero un nuevo ciclo se acerca. “Es el avatar que marca la reaparición de los pueblos andinos...Los hombres de la nueva edad habrán enriquecido su acervo con las conquistas de la ciencia occidental y la sabiduría de los maestros de oriente”. Valcárcel acude al lenguaje teosófico en boga en los círculos völkisch de Europa. Desalentado, reconocerá cuarenta años después: “Biológica y culturalmente, la raza indígena en su conjunto, presenta los mismos problemas que al día siguiente del descubrimiento. Han fracasado las planificaciones evangelizadora, militarista y pedagógica...”.
Otro escritor de la época, José Carlos Mariátegui, un limeño todavía indeciso entre el nacionalismo etnicista y el socialismo clasista, hace eco: “...no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino...” esa “...dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena, ni eliminarla ni absorberla”. Pero concluye, al final, que la “cuestión indígena”, “...tiene sus raíces en la propiedad de la tierra” y no en una diferencia cultural y racial con el criollo .
Desde 1920, el Presidente Augusto B.Leguía, presionado por el ascenso del völkisch peruano, otorgó nueva existencia legal a la comunidad campesina, extinguida desde comienzos del siglo anterior. La misma legislación otorgó “protección” a sus miembros definiendo a los “indios” como “menores de edad”. La protección, expresada en tal forma, consagró una vez más la frontera, justificándola en la desigualdad “mental” de las “razas”. .
También el mestizo, espiritual o racial, tendrá su lugar en los años del populismo triunfante. “El inmigrante español que penetra en los Andes con ánimo de fijarse para siempre, ya no es un extranjero, porque pierde su ligamen patrio y se arranca el nexo con su historia...El indio, a su vez, al tomar del conquistador sus ideas, su técnica, su ciencia, y al penetrar en el panorama modificado forma otra tradición e inicia una nueva vida histórica. Transita por el espacio andino renovado como un inmigrante...”, escribe Uriel García en.1930 y afirma, a un tiempo, el triunfo del espíritu sobre la raza biológica. Ser indio es ser americano-sostiene-y eso es una cuestión espiritual. Y la afrancesada burguesía costeña responde con Deustua que arremete contra indios e hispanos: “Las desgracias del país se deben a la raza indígena, que ha llegado al punto de su descomposición psíquica y que, por causa de la rigidez biológica de sus integrantes que han terminado definitivamente su ciclo evolutivo, han sido incapaces de trasmitir a los mestizos las virtudes que exhibieron en su fase de progreso...El indio no es, ni puede ser otra cosa que una máquina...”. Pero “...todo lo que quedó (de la colonización española en el Perú) han sido absurdos ideales, agresividad, alucinatorio fanatismo...Tal fue el espíritu de la raza a la que los conquistadores pertenecieron. Tal fue el espíritu que infundieron en la sangre de nuestros criollos.”.
Desde 1936, la Guerra de España había impuesto un nuevo giro al asunto. Los últimos representantes del Hispanismo tomaron ahora nuevas posiciones ideológicas buscando identificarse con la doctrina pan-hispanista de Franco y el falangismo naciente. En tanto, en Europa, el nacionalsocialismo germánico radicalizaba el racismo arianista y con Stalin el comunismo, no menos racialista que el nacismo alemán, se orientaba hacia una solución final del problema de las nacionalidades rivales llevando al exterminio a las etnias del Cáucaso y el Asia Central. Las derivaciones del movimiento völkisch no habían conseguido otra cosa que exaltar algunos etnicismos privilegiados sobre otros muchos cuya marginación no había hecho sino irse agravando y, en resumidas cuentas, habían reforzado los sustratos ideológicos de los viejos colonialismos y de los neo colonialismos en vías de ascenso.
Positivista primero y más tarde hispanista, José de la Riva Agüero, descendiente del prócer del mismo apellido que pedía, cien años atrás, una reconciliación con España, toma partido, al final, por la causa mestiza: “Dos herencias, a la par sagradas, integran nuestro acervo espiritual...La peruanidad consiste en el legítimo cruzamiento de lo español con lo indígena”. César Pacheco, hace eco treinta años más tarde: “Sea en nuestros vestidos y en nuestra arquitectura religiosa y civil, sea en nuestra música y en nuestras danzas, sea en nuestra literatura y en nuestras instituciones agrícolas, sea en nuestra psicología colectiva y en nuestra actitud frente al paisaje o a la muerte, en todas esas manifestaciones culturales encontramos luego del más rápido análisis subjetivo una realidad mestiza, una mezcla de elementos de doble, triple o múltiple procedencia, pero básicamente hispánica y autóctona incaica, que delata de inmediato la estructura de nuestro país”.
Para 1939, en hispanoamérica, el impacto de la Revolución Soviética había sacudido ya por dos décadas a la nueva generación intelectual. Un impacto de no menor potencia utopizante había sido recibido al mismo tiempo de las revoluciones simultáneamente en marcha desde Italia y Alemania. Alentadas por su poderosa vigencia europea, las utopías criollas habían perseguido en esa época una difícil, casi imposible, convergencia. Los hispanismos se conviertían ahora en el falanjismo joseantoniano primero y más tarde franquista de la aristocracia criolla y en el fascismo de la Unión Revolucionaria (UR). El Indigenismo se hacía Nacional Socialismo. Pero ese nacionalismo aspiraba a una extensión continental en la recién bautizada Indoamérica y ese socialismo aspiraba a la expresión de las identidades étnicas que se quería renovar, a un tiempo, en una estructura propia de corte corporativista y soviético. Los dos grandes ideólogos que gestan esta transformación, Victor Raul Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, son también los fundadores de los dos partidos políticos mayoritarios del Perú del siglo xx, el Comunista con su utopismo de clase y el Apra con su etnicismo ideal de Indoamérica y su alianza internacional con el PRI mexicano y el MNR en Bolivia.
Hasta la victoria americana del 1944, ninguno de estos partidos, salvo aquellos comunistas de México, Perú o Bolivia alentados por la Tercera Internacional desde el ingreso de la URSS en guerra, propuso una definición muy clara entre la izquierda internacional-socialista y la derecha nacional-socialista. Todavía poco antes de la caída de Berlín, el MNR boliviano-asistido por la diplomacia germana-incorporaba en su programa el dogma anti-semita, el Justicialismo de Argentina apostaba por el triunfo de la Alemania Nazi y la Alianza Popular Revolucionaria Americana tenía entre sus propagandistas más activos en América Latina a los militantes del nacionalsocialismo chileno de Gonzáles von Mares.Para muchos de sus líderes la paradoja del racismo arianista quedaba resuelta en la sordina teosófica de la renovación de los mitos atlantes o en especulaciones sobre el presunto orígen germánico del Imperio Inca, Tiahuanacu o Tolteca que, desde 1935, en Berlín, en la Deutsches Ahnenerbe, alentaban Hermann Wirth y Alfred Rosenberg con el respaldo andino de arqueólogos de fama mundial como lo era el polaco Arthur Posnansky .
A partir de la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial no quedó, sin embargo, a los principales ideólogos del indigenismo peruano, otra alternativa que la de atemperar el utopismo de la reivindicación etnicista. Desde 1948, el indigenismo y el APRA como el MNR en Bolivia se desplazarían, de a pocos, hacia una socialdemocracia indecisa.
El Indigenismo-en repliegue y perplejo-quiso sostener todavía sus tesis frente al intransigente clasismo de los partidos comunistas, al ahora satanizado racismo de los nacionalsocialistas y al capitalismo norteamericano y demócrata que seguía mostrandose como el representante más típico de todo aquello frente a lo que la identidad criolla había querido afirmarse como “india”. La tesis frentista, ahora adoptada por el Apra y otros partidos de raiz indigenista hizo posible que el utopismo nativista original fuera absorbido totalmente por la izquierda política que hacía su ascenso. Los polos nacionalista y socialista de la utopía pudieron, por un tiempo, llevar a una síntesis precaria en las ideas del Nacionalismo Nasser-tercermundista y la Democracia Popular. Pero la identificación en la raza sería sustituída al final por la identificación en la clase. El indio se percibió desde entonces como el proletario y el campesino, oprimidos en una nación feudal-capitalista y la “cuestión indígena” no como un asunto biológico o étnico, sino como uno fundamentalmente afín a la “cuestión social” en la Rusia Zarista o en la China Manchú.
La apropiación utópica de este pasado “socialista” y su proyección hacia un futuro revolucionario nuevamente socialista, por parte de los intelectuales radicales del período retuvo por un tiempo, con todo, elementos importantes de una percepción idealizada del carácter étnico. Esto particularmente en la exaltación del “espíritu colectivista” del indígena y de sus logros ecológicos. El tránsito a una reinterpretación de clase impulsò, sin embargo, en este período, una pérdida de las distinciones tradicionales establecidas en base a la visión racialista.
La polémica proseguirá todavía hasta avanzada la década del 1960. Pero la última palabra la pondrá el último indigenista peruano, el ayacuchano José María Arguedas, saliendo al encuentro del Riva Agüero hispanista. Arguedas rebate a Valcárcel y al dualismo de extremos. Reconoce la armoniosa fusión de culturas que alcanzó el virreynato y la afirma posible “porque ya ha sido lograda”. A fin de cuentas, la identidad del Perú, está en “todas las sangres”. “No conozco-había dicho ya Riva Agüero-afirmación más injuriosa para el peruanismo que aquella de ser inasimilables sus dos razas esenciales, la hispana y la india. Si tal fuera, el Perú resultaría un aborto”. En 1971, Fernando Fuenzalida arremete, sosteniendo, por fin, que la polémica se asienta sobre falsas premisas. El supuesto de que coexisten razas antagónicas en este país procede-precisa-de una falacia semántica. Introduce el concepto de “raza social”. El vocabulario racial en Perú no describe identidades biológicas sino posiciones jerárquicas en un sistema de opresión social y económica, afirma. “Indio” es el nombre que damos al campesino explotado. “Blanco” al miembro de la clase que ejerce el poder. Concluye acordando con José Carlos Mariátegui: no existe un “problema del indio” sino una “cuestión campesina”.
Y, aunque todavía en 1987, la mixtura de los años cincuenta entre etnicismo y conciencia de clase alienta en la obra de Flores Galindo, para fines de la década del 1990 la cuestión de los vínculos entre la identidad nacional y la raza se consideraba ya generalmente agotada. En 1995, en la prensa limeña, Fuenzalida terminó tomando todo el asunto a chacota. Me reproduzco, in extenso, a manera de colofón de esta historia:
“Entre nosotros, la cuestión de la raza, ha sido siempre una cuestión de ambigüedad. Desde los primeros años de este siglo hemos perdido varias décadas en una ridícula polémica entre indigenistas descendientes de Almagro y de Pizarro e hispanistas descendientes del inca Manco Cápac. Luego vino la antropología de la escuela boasiana a convencernos de que la noción misma de raza es una ficción. Y, finalmente, hemos terminado convencidos incluso de que la diversidad de las razas nativas en este continente es tan desmesurada que el aspecto más ridículo en toda la polémica resulta ser que no existe una sola sóla “raza indígena” en América sino demasiadas.
Y en cuanto a la hispánica, la cosa no está sujeta a duda menor.. Aquí, en el Perú, hasta el siglo XIX, los peninsulares se llamaron godos. Que equivale a decir germanos o ários. Blancos, es decir, de pura cepa. Después de todo, en los concilios medioevales a los obispos de Toledo se les reconocía el primado gótico, es decir germánico, con un abolengo de mayor antigüedad que el de los suecos de Upsala. Pero en los años del 1920 y pico, vinieron los alemanes y los relegaron a la secundona condición de `mediterráneos' que es algo así como decir que, aunque blancos, lo son `por accesit' Ahora vienen los yanquis y afirman que los ários o blancos verdaderos son ellos, sajones, que en los Estados Unidos son una mezcla confusa de anglos, con celtas de Escocia e Irlanda, alemanes, eslavos, armenios e itálicos. Mientras que nosotros, hispanos, es decir `peninsulares”, `criollos' , `mestizos' e `indios' por causa de nuestra variedad tan inmensa nos desclasificamos y somos desterrados del blanquísimo universo del biolimón, para convertirnos en una raza “de color”. De cualquier color.
De todas maneras, como todo lo que se produce en masa y se baratea, lo ário está ya devaluado. Hay, a la larga, una variedad tan grande de ários, como la hay de nativos de América. Son “ários” no sólo los alemanes y los escandinavos como lo sostenían Adolfo y sus amigos, sino también-y sobre todo-los hindúes y los iraníes. Vladimir Shirinovsky sostiene que los eslavos-despreciados por los nazis-son los únicos ários verdaderos y que los alemanes son ários de pega. Pero de Shirinovsky andan diciendo las lenguas que es, por origen, judío. Paciencia, porque también de Hitler decían. lo mismo. Jura Chatelein que son arios también los lacandones de Chiapas; y según Jacques de Mahie, lo comprueba en el sur, los quéchuas, los aymaras, los guayaquíes y los guaraníes. Y según cree Serrano, el poeta chileno, los mapuches, los araucano. y hasta los nativos de la isla de Pascua Los vikingos eran un pueblo viajero. Así que, en resumidas cuentas, todos somos ários. Lo que equivale a decir gente de color. De cualquier color.
Claro que preocuparse demasiado por la propia identidad es un asunto, más bien, de advenedizos en procura de inventarse raíces. Justamente como los wasp americanos. O, para el caso, como los alemanes de Alemania o los franceses, cuya civilizaciones no remontan más allá de Carlomagno.
En cuanto a los hispanos, nuestra propia identidad era ya inmemoriablemente antigua allá en Tarsis, donde se celebraba la corrida de toros y en donde Salomón hacía abastecimiento a sus naves. A lo largo de los siglos ha sido construída en la diversidad de mezclas sucesivas a las que nunca hemos tenido repugnancia. Lo íbero y lo céltico, lo griego y lo fenicio, lo romano, lo germánico y lo árabe, lo maya y lo azteca; lo quéchua, lo aymara, lo filipino, lo negro y lo caribe están presentes en nuestra sangre, nuestra habla y nuestra historia. Cuando Argüedas empleó la expresión `todas las sangres' no estaba definiendo, lo supiera o no, solamente a lo andino y ni siquiera a la `raza' peruana, sino a toda la hispanidad en conjunto. No en vano el origen de la palabra `cholo' o `chulo' esta en Madrid. Esa amestizadísima ciudad germano-arábigo-judaica que ya en el siglo XIV estaba siendo gobernada por León de Lusignan, francés tataranieto del hada Melusina, que era rey, por herencia, a un tiempo, de los chipriotas, los armenios y los árabes y judíos palestinos de Jerusalem.
Que la xenofobia y el racismo se queden para el wasp norteamericano. Nosotros celebremos con buena conciencia el Día de la Raza. Porque nuestra raza de hispano-americanos no está en la sangre ni el color. Sino en la civilización, por ambos lados milenaria, en la lengua imperial de los romanos universalizada por el romance castellano, y en la fe. Una Fe Hispana que, en Toledo, Compostela y Zaragoza, con el Apóstol Santiago y María, era ya vieja, católica y cristiana aun antes de que la sede romana fuera establecida en el papado de Roma”.
En 1996, una nueva privatización de las tierras “indígenas” lleva de regreso el asunto al estado de 1824.
¿Son las razas un mito?
Conviene, después de este paseo por nuestro pasado, volver a la cuestión original. Se trata de la identidad de los peruanos. Es decir, de su identificación común en un conjunto de rasgos significativos de naturaleza exclusiva y excluyente en referencia a los miembros de otra colectividad cualquiera. Pero, en buena cuenta, lo que se encuentra detrás de la cuestión de identidad no es una mera cuestión de semejanza o diferencia percibida por una determinada colectividad humana en sí misma frente a otras o en otras frente a sí, sino una cuestión de pertenencia y otra de contexto ya que para que esas semejanzas y esas diferencias puedan llegar a percibirse deberán darse por necesidad en relación a un contexto que proponga la comparación y en el cual se defina pertenencias. La cuestión de identidad resulta siendo, por eso, la cuestión de los contextos en cuyo ámbito establecemos el contraste.
Históricamente se ha propuesto, como se ha visto en lo anterior, hasta cuatro contextos con esta pretención: los biológicos sintetizados en la idea de la raza, los de subordinación dinástica o política, los de territorialidad común y los de cultura. Tres problemas se plantean necesariamente a este respecto. El primero el de la eventual o posible solidaridad o coextensión entre diversos contextos. El segundo, el de la existencia o ausencia de una mayor o menor homogeneidad de aquellos a quienes llamamos hoy peruanos en términos de uno cualquiera de los contextos que se ha venido proponiendo. El tercero el de la naturaleza efectivamente excluyente de esas homogenidades eventuales.
En lo que a la primera de estas cuestiones se refiere, la de la homogenidad racial como contexto de la identidad, los resultados de la contemporánea investigación antropológica, intensificada en ese campo después de las graves consecuencias que el supuesto de las coextensiones y solidaridades entre raza, cultura, estado y territorio tuvo en la guerra europea entre los años del 1939 y el 45, son definitivamente negativos. La ciencia antropológica acuerda hoy de modo universal en que no existe ninguna solidaridad necesaria entre esos conjuntos de rasgos identificatorios. Una solidaridad tal existe solamente y no podría existir en otra situación que en la de los hoy día raros casos de colectividades con limitada diferenciación social interna y gran aislamiento. Es decir en aquellas colectividades que llamamos “primitivas” y que, constituyendo al mismo tiempo isolatos matrimoniales clausos, unidades políticamente autónomas y culturas consetudinarias de trasmisión familiar, están establecidas en sus propios territorios. En cualquier otro de los niveles societarios-específicamente los que corresponden a las llamadas sociedades intermedias y complejas y a las civilizaciones en sentido más propio-los contextos de identificación racial, cultural, política o territorial pueden presentarse en combinaciones de enorme variedad y las colectividades definidas de tal forma superponerse unas con otras de maneras muy variadas sin una necesaria coextensión. Situaciones semejantes aparecen demostradas por la investigación arqueológica, etnográfica e histórica en lo que al pasado se refiere. Parece, en resumidas cuantas y por hoy, definitivo que los rasgos raciales, el estatus político, la territorialidad y la cultura son hechos interdependientes apenas en parte, y en escasa medida correlacionables entre sí. En el específico caso del Perú, la investigación ha llegado ya desde la década del 1970 a una conclusión definitiva: la idea de que se trate de una sociedad racialmente “compartimentalizada, dividida en tres segmentos (raciales) étnicos jerarquizados, endógamos, ocupacionalmente especializados y dotados de culturas propias, distintas” y excluyentes unas de otras, se revela como “un mito”, observa en 1971 Fuenzalida. “La realidad-dice-nos ha mostrado que...ninguna de esas características funciona”. Y concluye que el empleo de una terminología de tipo racial para la descripción de identidades específicas dentro de la sociedad peruana, no responde a ninguna realidad biológica sino que constituye, más bien, una metáfora social. “Categorías como `indio', `mestizo' y `blanco' o `criollo' se limitan a describir, de modo general, posiciones extremas superiores, intermedias o extremas inferiores...” en una estratificación de naturaleza económica y social en la que las diferencias visibles son de naturaleza propiamente cultural y no racial y no excluyentes en sí.
En lo que a la segunda cuestión, y en lo que a la colectividad peruana se refiere, es un hecho indiscutible que aquellos a quienes llamamos hoy peruanos constituyen una colectividad que comparte en exclusividad por lo menos dos de los contextos de rasgos identificatorios previamente mencionados: un territorio y la condición política de súbditos del estado nacional peruano. Desde este punto de vista, por lo menos, puede darse, obviamente por concluída la cuestión en el lenguaje y términos del territorialismo liberal de comienzos del siglo XIX, lo que hace vana toda discusión posterior: la identidad de los peruanos no consiste, en apariencia, en otra cosa que en el haber todos nacido y/o residir dentro de las fronteras territoriales que se encuentran bajo control político y jurídico de la República Peruana. La colectividad peruana-dicho en otros términos-no es otra que la colectividad de personas que comparte la soberanía sobre un común territorio que llamamos Perú. No es peruano quien no ha nacido y/o no reside en ese territorio o no comparte la soberanía sobre él.
Dentro de la pura lógica que rige la existencia de los modernos estados nacionales desde el siglo XIX, una solución como esta podría parecer satisfactoria. El que no lo haya sido para un número tan importante de científicos, políticos y pensadores en el curso de, por lo menos, los cien años recientes pone al descubierto el hecho de que para muchos peruanos no lo es. Hay evidentemente una distinción sentida entre la identidad como abstracción y teoría y la identidad como experiencia y percepción. Dicho de otro modo, para el peruano ni las fronteras políticas ni las territoriales constituyen fronteras en la experiencia y percepción de semejanza y aun identidad, ni la circunstancia de compartir con otros el mismo territorio y hallarse sometidos a la misma jurisdicción política resultan suficientes para proveer la experiencia y percepción de identidad o siquiera semejanza con otros grupos o personas. La experiencia y percepción de diferencias en estilos de vida o de cultura tiene obviamente que ver con lo insatisfactoria que ha venido a resultar esa solución. Y la moderna ciencia antropológica no avala la existencia de ninguna relación determinante entre territorialidad ecológica o política y cultura. Científicamente, la segunda mitad del siglo XX ha terminado también por rechazar como infundado el determinismo geográfico y político al lado del racial.
Queda, con todo, la cuestión de la identidad de los peruanos en cuanto definida o definible desde la perspectiva de un contexto cultural. ¿Existe una característica cultura del Perú o de los Andes que sea compartida o no por quienes habitan este territorio y se hallan sometidos a la jurisdicción de la República Peruana?. Frente a esta pregunta los últimos cien años han propuesto, como se ha visto páginas atrás, hasta tres respuestas diferentes. Existe una cultura andína-la de “los vencidos”-que no es sino la continuidad de la cultura prehispánica tal como resultó expresada en el Imperio de los Incas; a su lado, la presencia de una cultura intrusiva, de origen español o europeo, que ha tratado de imponerse inútilmente desde el siglo XVI y que continúa siendo ajena a la nacionalidad. O existen dos culturas paralelas, la indígena y la europea o hispana, coexistentes en el mismo territorio aunque excluyentes una de otra y tan ajenas entre sí como lo fueron desde un primer momento. O existe una cultura nacional mestiza, con rasgos homogéneos, en lenta formación o realizada ya o en estado regresivo, que es el producto original de una fusión histórica entre la cultura hispana o europea y la cultura indígena de los Andes prehispánicos.
La investigación etnográfica de las décadas recientes no justifica, sin embargo, ninguna de esas tesis. Tanto la existencia idiosincrática de las dos culturas como su antagonismo, su segregación y su fusión armoniosa resultan, a la luz de los hechos etnográficos, idealizaciones simplistas de una realidad más compleja.
Las subculturas del sistema peruano no constituyen sistemas cerrados sino que son subsistemas abiertos de una cultura más amplia: “No existen una `cultura del mestizo'y una `cultura del indio' que puedan aislarse y definirse independientemente de sus contextos más locales. Lo que se ofrece es, en realidad, una amplia gama de situaciones socioculturales que va desde la extrema urbanización de las élites hasta niveles de arcaísmo extremo y mera subsistencia”.
Los referentes de esas situaciones socioculturales son el grado de tradicionalidad o modernidad relativas, el de urbanización y el nivel económico en términos de la economía moderna. La estratificación no se halla definida en último término ni por la biología y la raza ni por el carácter “étnico”, sino que “opera por semejanzas y proximidades a la costa y a la ciudad de Lima. La categoría administrativa del individuo o del establecimiento en que reside y su capacidad para imitar las modas, los modales y costumbres de la capital son determinantes fundamentales...”. Es, en otras palabras, el prestigio de la moderna subcultura limeña, asociado con reconocimiento social, poder y riqueza, lo que sirve de referente común en la estratificación del sistema.
De otra parte las “subculturas” del “indio”, “mestizo” y “criollo” y sus partadores se encuentran en una relación y un estado fluídos y dinámicos :”Una gradual-y a veces acelerada circulación de estrato a estrato se ha venido produciendo desde los tiempos coloniales tanto en el sentido del ascenso como en el del descenso. El tránsito es un fenómeno que afecta a comunidades enteras o a individuos y que, a veces, puede ser imperceptible por lo lento pero no por ello menos real. Generación tras generación, frecuentemente en el curso de una sola vida, un individuo o una familia `indígena' muda de residencia, encuentra nuevas fuentes de ingreso, se castellaniza y deviene, finalmente, en `misti'. Una familia o individuo de origen `misti', y hasta directamente europeo, puede ser absorbido por el ambiente `indígena' hasta confundirse por completo. Lo mismo puede suceder con una entera comunidad. Si es originariamente `indígena' emplea sus recursos para `mistificarse' colectivamente a través de la técnica y la educación. Si es europeo puede deslizarse hasta la condición de `indígena' por causa del aislamiento. Es el proceso ascensional, sin embargo, el que parece haber dominado en toda la historia del Perú...”.
En resumidas cuentas, no existen las culturas del indio, el mestizo o criollo como realidades autónomas. Ni la identificación de personas o grupos como indios, mestizos o criollos se adscribe a condiciones estáticas como la etnía o la raza. El “confrontación cultural” del “vencedor y el vencido”, cualquiera que sea su historia, se muestra como una falacia. Transcurrido casi medio milenio desde el descubrimiento y Colón, las subculturas del mestizo, el criollo y el indio, se revelan como simples aspectos de una cultura unitaria cuya caracterización resulta asociada a un particular sistema social y económico y no a la raza, los orígenes étnicos, el estatus legal o el territorio en sí mismo. Dependen, más de otro set de factores: la ocupación o el oficio, la distancia mayor y menor de los centros urbanos, o la modernidad del estilo de vida. Se trata de subculturas fluídas, en perpétuo estado de cambio. Su mútua relación es dinámica: los rasgos se desplazan en forma contínua de la una a la otra. El trasvasamiento de individuos o de enteros grupos humanos de una categoría a la otra, en direcciones de ascenso o descenso social, resulta no menos contínuo.
Hacia un nuevo enfoque cultural de la cuestión de identidad
En el examen de las formas en que se ha venido expresando la cuestión de la identidad de los,peruanos a lo largo de los siglos posteriores al descubrimiento, hay-llegados a este punto-algunos hechos que parecen bastante claros. El primero es que ésta ha sido percibida y experimentada sucesivamente en, por lo menos, tres contextos diferentes.
El primero, el que corresponde al pensamiento teológico jurídico de la Edad Media Tardía y sus prolongaciones durante el tiempo de los Austrias. La identidad se manifiesta, aquí, en varios planos sucesivos: el de las autonomías, fueros e instituciones tradicionales específicos de una colectividad histórica. Así, en América, las repúblicas de indios y españoles con sus distintos componentes y en la península las comunidades regionales con los suyos. Todas ellas se contrastan entre sí en este espacio contextual. Enseguida, el del acatamiento, vasallaje y fidelidad que se traduce en el vínculo común de ambas repúblicas con la persona dinástica en el doble ámbito del Imperio Hispano Inca del Perú y del Imperio Hispano como totalidad. Aquí el contraste opone ésta a la identidad de quienes se encuentran en otros ámbitos dinásticos. Luego el de la comunidad de la Fe, que define identidades en el plano del acatamiento, fidelidad y vasallaje a Cristo en cuanto representado por Su Iglesia, el Emperador y el Papa. El contraste aquí es complejo, puesto que internamente diferencia la Iglesia Hispana de la Latinidad o Romanidad en su conjunto y opone luego a ésta a la colectividad variada de las iglesias separadas y las herejías, de una parte, a la de los que se someten a la Revelación pero no a Cristo, “gente del Libro” como los judíos y los musulmanes de conformidad a la tradición islámica asimilada en las Españas; a la de los gentiles, que adoran a otros dioses o son politeístas e idólatras y, por último a la de los salvajes, que viven “en estado de naturaleza”. Por último, todo se subsume en una identidad universal y abarcadora, la de la Humanidad, Hijos de Adán, dotados todos los miembros de esta colectividad de un alma capaz de ser salvada y hermanados, por ello, en la redención universal. Las nociones de raza y de territorialidad aparecen desde esta perspectiva como subordinadas. La raza no es un hecho biológico sino el reconocimiento de continuidades familiares implícitas en el sentido originario de expresiones como las de “casta” o “linaje”, La territorialidad se expresa no como un determinante geográfico que vincula la identidad con un lugar sino, a la inversa, como la expresión de los derechos familiares o comunitarios que otorgan al linaje o casta el señorío sobre los territorios que disfruta. La identidad política no es otra cosa, finalmente, que la participación en los fueros o derechos que son reconocidos a la colectividad y el vasallaje común o individual de las personas a la persona concreta del soberano dinástico reconocido en términos feudales.
El segundo de los contextos que se hacen visibles es el que procede de la vinculación directa entre dos abstracciones que surgen del jusnaturalismo anglo-británico, se expresan en el ascenso de la monarquía absolutista y hacen su ingreso en el mundo hispánico con los juristas y teoricos políticos de Felipe V y los borbones. Los términos que esta nueva conceptualización de lo social reconoce en lo social son los del territorio y el Estado conceptualizados bajo la forma de dominio y espacio de dominio. Soberano y pueblo no son percibidos sino como encarnaciones o manifestación concreta de estas formas ideales. Concebido ahora el pueblo y sus colectividades como un mero contenido del territorio en cuanto espacio de dominio y el soberano como manifestación de ese dominio, la lógica del sistema demanda la unificación, la integración y la concentración de los dos términos. Las españas pasan gradualmente a conceptuarse como España. Esa España se muestra como una España doble. La de la península y la de ultramar. La relación posible en la cristalización absolutista se abre a dos alternativas. La primera la de una integración de orden transocéanico que las convierta en una sola España que se expande en una y otra orilla de un nuevo Mare Nostrum. La segunda es la consagración del pluralismo en forma de un Estado Múltiple, federado por un Pacto de Familia. Una tercera es la hipérbole de tal absolutismo por la adopción del modelo franco-británico de gobierno colonial en el que la soberanía es reservada a la metrópoli y su territorio inmediato mientras que los territorios y los pueblos de ultramar se considerarán sometidos. En el espacio hispánico, las tres fórmulas se enfrentaron entre sí hasta los comienzos del siglo XIX sin llegar a una clara definición hasta las guerras napoleónicas. Desde la Revolución Americana y la Francesa desarrollaron una versión republicana que se expresa todavía en la dualidad de la nación y el pueblo como imágenes concretas de la relación estado-territorio en la idea, ahora-a fines del siglo XX-declinante de la Nación-Estado. En la América Hispana y en términos del nuevo contexto, la identidad comienza a expresarse en la fórmula territorial, por primera vez, como la del español-americano contrastada con la del español-peninsular y en su creciente aspiración a un Estado propio como esfera de dominio soberana frente a la que ha comenzado a imponerse como una mera dependencia local de un Estado Absolutista asentado primariamente en la península. La generalización de esta nueva manera de verse y percibirse los americanos culminará con las guerras de la independencia y terminará por impregnar el espíritu de los criollos hasta provocar la fragmentación del antiguo Imperio Hispano Inca en una multitud de repúblicas locales. Y aunque por debajo del Estado Nación Territorial que emerge sobreviven las repúblicas que expresan todavía una concepción tradicional de la identidad, éstas no tardarán en ser disueltas en la explícita mira de “integrar” los territorios y los pueblos con el aparato del Estado y sus representantes. De la persistencia, en muchos modos clandestina, de una conciencia de identidad que arraiga todavía en las poblaciones campesinas y rurales del interior del continente, deriva la percepción de dualidad que se traducirá más adelante en el contraste del indio y el criollo. El indio no será, sin embargo, el que es indio por su raza, sino el que lo es por sus costumbres y usos arcaizantes; el blanco no lo será tampoco por la raza sino por su identificación con la cultura del mundo liberal-burgués. La dinámica del nuevo proceso introducirá una contradicción inevitable entre el aislamiento que la nueva economía y la nueva sociedad imponen a la ruralidad y que no hace sino confirmar la tradicionalidad de sus estilos, y la voluntad de afirmar los estilos del sistema liberal-burgués-republicano como fuente de identidad y, por ende, de ciudadanía. En la contradicción, el indio y el mestizo aparecerán como identidades inferiores y, por ello, sometidas a un régimen de colonización interna.
El tercer contexto dentro del cual han sido percibidas, experimentadas y definidas las identidades en la historia del Perú, es el que procede de los esfuerzos de las Ciencias Sociales, emergentes desde poco después de la Revolución Francesa, no en España ni en Iberoamérica sino en Francia, en Inglaterra, en Alemania y en las ex-colonias anglosajonas del continente americano. Su introducción y difusión en un medio como el del Perú ha sido solidaria del proceso de penetración de esos modelos en el pensamiento y la conciencia de las colectividades criollas, urbanas y costeñas, ilustradas al estilo europeo y norteamericano, lo que explica de manera clara la razón por la cual los llamados indigenismos e hispanismos tuvieron en todo el siglo XX como portavoces a ideológos criollos y a terratenientes mestizos pero no contaron nunca la adhesión del campesinado rural, llamado indígena. En esta nueva percepción de las identidades, el Perú aparece como el escenario de un encuentro de identidades agónicas que se manifiestan en dos estilos de vida o realidades culturales, la de los conquistadores y la de los conquistados o-alternativamente-la de los vencedores y la de los vencidos pero que constituyen, en su esencia, la expresión de identidades raciales o geográficas irreductibles entre sí y, más allá de agónicas, antagónicas por ello inevitablemente. Al mestizaje de las razas y las biologías corresponde, en esta perspectiva, un mestizaje cultural que, por la irreductibilidad esencial de sus componentes termina definiendo el producto por necesidad híbrido, ambigüo y culposo, de una unión que implícitamente termina siendo definida como “contra natura”. Pero ¿es, por necesidad contra natura?. A la larga, lo que decidirá una actitud positiva o negativa frente al mestizaje terminará siendo definido desde la biología y no desde una teología, una filosofía del estado o una ciencia de la sociedad que se reconozca autónoma a la biología. Si la distancia biológica entre las razas se acepta y asume como extrema y equivalente, en algún modo, a la que se da entre especies distintas, el mestizaje deberá ser evaluado en forma negativa. Si, por el contrario, las razas-y por ende las culturas-se comprenden como mútuamente fecundables, ese mestizaje podrá ser privilegiado frente a la pureza de las razas y culturas.
En una relativización geográfica del argumento racial y cultural, si es que la cultura depende, en sus rasgos específicos y en su estructura misma, de la adaptación a un medio y de la tecnología que ese medio impone al condicionar una tecnología, entonces la raza y la cultura nativas o autóctonas deberán ser reconocidas como superiores a las importadas en cuanto representan el producto de una adaptación óptima a su medio. Su derrota no puede ser entendida sino como una regresión adaptiva y un debilitamiento en la capacidad de supervivencia. La “degradación” del indio deberá ser entonces atribuída a la perturbación de la consistencia interior de su cultura por la imposición violenta o autoritaria de elementos o rasgos importados. Aunque naturalmente una situación como esa, de derrota, no podría prolongarse indefinidamente, ya que la recuperación de los equilibrios entre la naturaleza y la cultura terminará, tarde o temprano, por imponer el retorno a las fórmulas nativas. La salvación de lo nativo pasa entonces por la depuración cultural y étnica y la recuperación de la pureza prehispánica. El ecologismo bio-geográfico se orienta, por eso, durante los años recientes de ascenso del New Age, en los grupos indígenas influídos por la antropología boasiana, hacia una nueva doctrina indigenista, promovida en buena cuenta por las bien intencionadas ONGs de origen europeo y estadounidense. Esta doctrina, cuyos principales líderes proceden de los grupos indígenas más directamente influídos por la ayuda externa, profesa y se organiza en un estilo völkisch renovado, un nativismo pan-nativo que convoca a todos los pueblos “originarios” de este continente desde Canadá a Tierra del Fuego a una guerra de liberación contra “los blancos” y a un retorno a los antiguos paganismos. Característica de esta tendencia, en Perú, es la obra de Ramiro Reynaga, que se firma Wankar: “...las repúblicas se indianizarán o desaparecerán...una parte de los criollos aceptará nuestra administración...y si no se irán a otra parte...Hay ya un antecedente. Hace cientocincuenta años los nuevos gobiernos pagaron sus pasajes a quienes prefirieron irse a España...Y porque la inmensa mayoría de la gente es qheswaymara, seremos el corazón y el nervio de la liberación andina...”.
En el conjunto de todas estas visiones de identidad existen, sin lugar a duda, algunos hechos de carácter objetivo que se imponen, bajo diferentes circunstancias de la historia a la experiencia peruana. Entre todos ellos, con seguridad, el más importante es el de la existencia de estilos culturales o modos de vida diferentes entre los dos más grandes segmentos de la población de este país: los segmentos rural o andino y urbano o costeño. Frente a estos hechos se suceden históricamente las explicaciones y desde ellas se asigna identidades. Así, en un primer momento, esa diferencia será reconocida, aceptada como natural y legitimada como originada en una diferencia en el estatus histórico legal; en otro, se la atribuirá a una situación generada en la conquista que ha tenido como resultado un dominio y una subordinación; finalmente se la atribuirá a la raza y a la geografía en cuanto determinantes. Según ésto, los portadores de esos estilos culturales serán identificados como indios y peninsulares iguales en el vasallaje a una misma autoridad dinástica; como españoles americanos criollos y nativos, jerarquizados por una relación de conquistador a conquistado o de colonizador a colonizado o, finalmente, como blancos e indios, esencial y radicalmente diferentes por la biología y los condicionantes geográficos.
El marco de referencia del que depende esta última y más reciente conceptualización es, de manera indiscutible, y como ya se adelantó más arriba, el que proporcionó la Ciencia de la Sociedad en su versión antropológica, desde los comienzos del siglo XIX. En ésta, como se ha dicho también, las corrientes dominantes hasta tiempos muy recientes, sea en sus formas puras como en diferentes combinaciones y variantes, han sido las de la escuela racialista anglo-americana y su rama nacional-socialista en Alemania, la del etnopsicologismo alemán de Fechner, Wundt y sus seguidores posteriores y la del determinismo geográfico en su tronco germánico y en su posterior derivación en la escuela boasiana americana.
Las tres escuelas, a pesar de las importantes diferencias en cuestiones específicas que las condujeron en su tiempo a la polémica, comparten un zeitgeist, del que no se vieron libres ni siquiera Carlos Marx en su aproximación alternativa a las cuestiones nacionales desde la perspectiva de la clase ni el filósofo historiador Oswald Spengler en su aislado esfuerzo por desarrollar una teoría morfológica de la civilización. En éste zeitgeist se advierte algunos elementos principales que, de su parte, condicionan los malentendidos de las décadas recientes en la cuestión de la identidad peruana.
El primero es el olvido generalizado, si no el práctico desconocimiento de las grandes sociedades de escala civilizatoria y las culturas que corresponden a esa escala, con el casi exclusivo privilegio que otorgan la investigación y la teorización a las sociedades primitivas, aisladas y de muy pequeña escala.
El segundo es el excesivo énfasis que otorgan a la consistencia que vincula las unidades mínimas o componentes de cultura a las que se define como “rasgos”. Las culturas, desde esta perspectiva, tienden a aparecer como estructuras cerradas y rígidas, en las que cada rasgo es absolutamente inseparable del conjunto. La infiltración de rasgos de un conjunto en otro tenderá, por causa de esa rigidez, a generar rechazo. La aceptación final del rasgo que haya sido introducido estará condicionada, por necesidad, a una reinterpretación del rasgo desde el punto de vista de su significado, su valor y su funcionalidad. La difusión, en consecuencia, es un fenómeno cultural de importancia secundaria, como lo es también la evolución en tanto que cada cultura es un hecho idiosincrático.
El tercero está representado por la tentación reificante que tiende a atribuir a las sociedades y culturas, de manera explícita o implícita, la condición de entidades materiales discretas o corporeas animadas por un alma colectiva o étnica que es el núcleo de su identidad. El universo de la historia termina, así, poblado por una inmensa variedad de entidades sociales, discretas y cerradas, no interpenetrables entre sí, de relativamente muy pequeña escala, dotadas de una propia identidad, que se mantienen siempre iguales a sí mismas a lo largo de sus transformaciones. En las situaciones de contacto, tales entidades se combaten, se exterminan, se devoran, se dominan y someten o crecen unas a expensa de la explotación de otras, pero rara vez se fusionan o alcanzan síntesis de escalas superiores, Y, aunque la evolución de la humanidad se perciba en el conjunto, esa evolución no resulta, al final, sino la evolución de una sola o unas cuantas de esas formas que, manteniéndose iguales a sí mismas en su evolución y espíritu, se constituyen, en cada época, como representantes de la humanidad en conjunto. El zeitgeist que se nutrió de estas ideas tuvo sitio para el reconocimiento de algunas clases de difusión de rasgos como las que se representan en la aculturación y la transculturación. Pero las teorías asociadas se ocuparon sobre todo de las disfuncionalidades que los rasgos infiltrados producían en las estructuras culturales infiltradas o de las refuncionalizaciones que sufrían para garantizar su aceptación.
Una revisión de los problemas de la identidad en el Perú contemporáneo demanda, pues, como primer paso a tomar, la superacion de, por lo menos, las más importantes de entre las debilidades de la culturología de los siglos XIX y XX. Debe incorporar, por eso, por lo menos una redefinición de la identidad social y cultural que pueda proponerse al menos como parcialmente independiente de la biología y de la raza, por un lado y de la geografía por el otro. Debe incorporar también alguna clase de explicación de cualidad compartida de los rasgos culturales por parte de las colectividades que no solamente esquive los peligros de la reificación de la cultura en la noción de un alma völk o colectiva, sino que de cuenta de su consistencia y sistematicidad sin forzar su definición como sistemas rígidos, estáticos y cerrados en sí mismos. Debe, finalmente, estar en condiciones de dar cuenta de la existencia de esa clase particular de síntesis macroculturales, de carácter plural y unitario al mismo tiempo, a los que llamamos civilizaciones, y que, no importa, cuál haya sido la duración del mundo primitivo y prehistórico ni cuál sea la importancia de las supervivencias de las sociedades de menor escala en nuestros tiempos, han sido, según toda evidencia, las verdaderas protagonistas de eso que venimos en llamar historia y que lo han sido, en consecuencia, del largo proceso que desde el descubrimiento y a través de la conquista, el virreynato y la república, ha sido la formación de la identidad peruana.
APENDICE
IDENTIDAD PERUANA
BIBLIOGRAFIA COMENTADA
por Fernando Fuenzalida Vollmar con la asistencia de
Oswaldo Medina García y Enrique Obando
Desde el siglo XVI hasta hoy diferentes autores han escrito sobre el tema de la identidad peruana. Estos, en principio, pueden ser clasificados en ocho grandes grupos, de acuerdo al tipo de identidad que reconocen (o desean imponer) en la población del país. Los diferentes tipos de identidad planteados por ellos son:
1. Identidad Dinástica
2. Identidad Territorial
3. Identidad Cultural y Etnica
4. Nación Mestiza, Identidad Unitaria
5. Carencia de Identidad
6. Movimiento Indio
7. Identidad Clasista
8. Identidad Voluntarista
Analicemos cada uno de estos casos.
Identidad Dinástica
La tendencia a entender la identidad peruana desde el punto de vista dinástico fue una tendencia puramente virreynal. Desde esta perspectiva la identidad era concebida como relacionada con la lealtad a una dinastía, la de los Austrias primero y la de los Borbones después. La identificación no era ni con el territorio, ni con la cultura, sino con la dinastía gobernante. El Perú era entonces un imperio y un reino junto a otros imperios y reinos dentro del Imperio Hispano.
Este tipo de identificación fue el predominante en el mundo hispánico hasta el siglo XVIII, cuando el fenómeno del absolutismo hizo su entrada con la dinastía borbónica. El concepto de Estado Absoluto nace en la Francia del siglo XIII, el de Estado-Nación viene a ser un concepto nuevo que aparece en Francia también con la Revolución de 1789 y en Prusia con la invasión napoleonica, para después contagiarse al resto de Europa. Hasta ese entonces los escritores que trataron el tema desde el Perú estuvieron plenamente identificados con la ideología de lealtad dinástica entonces en boga, y para la cual no había objeción en que el emperador fuera “extranjero' hablando alemán y practicando costumbres extrañas como fue el caso de Carlos V, que reunía bajo su cetro sin oposición de sus súbditos a españoles, austríacos, flamencos, napolitanos, mexicanos, peruanos, etc.
El primer representante de esta corriente en el Perú es Pedro Cieza de León, que en el proemio a su obra La Crónica del Perú (1553) iguala a los españoles y a los indios del Perú bajo la Iglesia y el Emperador cuando dice “... considerando que, pues nosotros y estos indios todos, todos, traemos origen de nuestros antiguos padres Adán y Eva.....”, y luego que “....era justo que se supiese que en manera tanta multitud de gentes como de estos indios había sido reducida al gremio de la santa madre Iglesia...”, dejando en claro la pertenencia de los indios conversos a la Iglesia Católica. Más adelante añade “Y como siendo su rey y señor nuestro invictísimo emperador...::” frase con la cual señala a los indios como súbditos del emperador con pleno derecho. Esta idea de igualdad de los habitantes del Reino del Perú con los españoles bajo la Iglesia y el Rey es subrayada por Cieza en el primer capítulo cuando señala: “Cuya voluntad, así a los ya dichos Reyes Católicos como de su majestad, ha sido y es que gran cuidado se tuviese de la conversión de las gentes de todas aquellas provincias y reinos, porque este era su principal intento; y que los gobernadores, capitanes y descubridores, con celo de cristiandad, les hiciesen el tratamiento que como a prójimos se debía, y puesto que la voluntad de su majestad esta es y fue, algunos de los gobernadores y capitanes lo miraron siniestramente, haciendo a los indios muchas vejaciones y males, y los indios por defenderse, se ponían en armas y mataron a muchos cristianos y algunos capitales. Lo cual fue causa que estos indios padecieran crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes”.(...) “Pues, sabiendo su majestad de los daños que los indios recibían, siendo informado de ello y de lo que convenía al servicio de Dios y suyo ya la buena gobernación de aquestas partes, ha tenido por bien de poner virreyes y audiencias, con presidentes y oidores; con lo cual los indios parece han resucitado y cesado sus males. De manera que ningún español, por muy alto que sea, les osa hacer agravio”.(...) “Así que ya en este tiempo no hay quien ose hacerles enojo y son en la mayor parte de aquellos reinos señores de sus haciendas y personas, como los mismos españoles..”
La identidad peruana es para Cieza una identificación con el emperador, que es un soberano benévolo, preocupado de sus súbditos, y en esta condición los indios son prójimos de los españoles, más aún por el hecho de pertenecer a la misma Iglesia y son señores de sus haciendas y personas, como los mismos españoles.
Otro ejemplo de identificación dinástica lo ofrece el Inca Garcilaso de la Vega. A pesar de su origen familiar como Inca, reconoce la soberanía del Emperador. A él se dirige para obtener mercedes en atención a los servicios militares de su padre y a la sangre real de su madre, aunque no los obtenga. Es a una dama de esta dinastía, doña Catalina de Portugal, duquesa de Braganza a quien dedica los Comentarios. Y es frente a esta dinastía ante quien desea probar las grandezas de los Incas al escribir los Comentarios Reales. Es por este imperio por el que combate junto a Don Juan de Austria contra los moriscos granadinos, último escollo de la reconquista. Finalmente, su identificación con la Iglesia es similar a la de Cieza cuando dice en su proemio a los comentarios “la cual ofrezco a la piedad del que la leyere, no con pretensión de otro interés más que de serviría la república cristiana, para que se de gracias a Nuestro Señor Jesucristo y a la Virgen María su madre, por cuyos méritos e intercesión se dignó la Eterna Majestad de sacar del abismo de la idolatría tantas y tan grandes naciones y reducirlas al gremio de su Iglesia Católica Romana, madre y señora nuestra”. Garcilaso fue el primero en considerar explícitamente al Perú como su patria, pero eso fue tanto como considerar a Córdoba, su lugar de residencia en España su patria también, como efectivamente lo hizo. Y no hubo contradicción en ello. La Patria resulta aquí concebida como lugar de nacimiento o de residencia en forma indistinta, pero ambos casos él se siente sujeto a la misma casa real, a la misma dinastía; Perú y Castilla son igualmente reinos dentro de una unidad política mayor, el imperio de los Austrias.
Identidad Territorial
La identidad dinástica comienza a entrar en crisis en el siglo XVIII debido a la percepción de que los intereses de la metrópoli española no coincidían necesarimente sino que en algunos casos entraban en contradicción con los intereses americanos. Hubo entonces quienes identificaron América como su patria, no en el sentido solo de lugar de nacimiento, sino en un sentido más profundo del reconocimiento de intereses compartidos entre los americanos, intereses que ya se veían como diferentes de los de la España Peninsular. El más importante de ellos fue Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, quien en su célebre Carta a los Españoles Americanos publicada en 1792 conmina a los habitantes del Nuevo Mundo a romper lazos con la Península. Allí dice con toda claridad “El Nuevo Mundo es nuestra Patria, su historia es la nuestra” (...) ”Y a pesar de que sólo reconocemos a esta (América) como nuestra patria y que toda nuestra subsistencia y la de nuestra descendencias se fundan en ella, hemos respetado, conservado y venerado sinceramente el cariño de nuestros padres por su primera patria;(...) Guiados por un fervor ciego, no nos hemos percatado que tanto afán por un país que nos es extraño, al que no debemos nada, significa una cruel traición a aquel en que hemos nacido, y nos alimenta a nosotros y a nuestros hijos”. Esta misma concepción de América como Patria la encontramos en Llano Zapata (1761) y en El Satélite Peruano (1812), periódico este último en donde se insertan las famosas palabras “Por patria entendemos la vasta extensión de ambas Américas.” .Otros, sin embargo, comenzaron a pensar en el Gran Perú como su patria. Tupac Amaru II consideraba a ese Perú -territorio total de la Sudamérica Hispana-- su patria. Sus cartas y proclamas están llenas del deseo de integración de los habitantes del Perú, sin distingo de castas. Fue movido por este espíritu integracionista que Túpac Amaru promulgó el Bando de Libertad de Esclavos Negros. Después de la victoria de Sangarara, Túpac Amaru lamentará la muerte de criollos y mestizos “a quienes nunca ha sido mi ánimo se les haga ningún perjuicio, sino que vivamos como hermanos, y congregados en un cuerpo”. Para Túpac Amaru todos aquellos que vivían en el territorio granperuano, independientemente de su casta, eran peruanos.
En el mismo año de la rebelión (1780) apareció la publicación de Gregorio Gangas Descripción Dialogada de los Pueblos y Costumbres del Perú en el Siglo XVIII. El principal valor de este testimonio es la afirmación criolla y peruanista que se respira en sus páginas. El notorio afán de singularizar lo peruano y contraponerlo frente a lo español y europeo. Su visión es también territorial y ello es un claro indicio de una toma de conciencia de la singularidad de lo peruano que está en marcha. Identidad territorial será también la adoptada por el diario Mercurio Peruano.
Este punto de vista sobre la identidad recibirá un fuerte impulso a principios del siglo XX con las monografías escritas por geógrafos o personajes ligados a la Sociedad Geográfica de Lima, como Tandeo Henkel con su Descripción del Perú (1901), Pablo Clement Perú (1925), Emilio Romero Nuestra Tierra (1941). En la década del sesenta será esta también la visión de otro geógrafo, Javier Pulgar Vidal, en su Geografía del Perú, las Ocho Regiones Naturales (1965). Territorialista será también la visión de autores como Francisco Alayza Paz Soldán y Rafael Larco Herrera que escribirán sobre el indio. El sólo título de la obra de Paz Soldán nos da una idea de su concepción; El Problema del Indio en el Perú. Su Civilización e Incorporación a la Nacionalidad. (1928) Según él la nacionalidad peruana no es india. Es blanca y mestiza. Al incorporar al indio que no forma parte de ella la nacionalidad no está dada por elementos étnicos ni culturales. sino territoriales. Similar es la visión de Larco Herrera en El Indio Problema Nacional (1939)
La visión territorialista es igualmente compartida por un autor de la talla de Jorge Basadre, el historiador de la República. En su obra principal Historia de la República del Perú, Basadre se pregunta: “¿Qué tenían de común en 1824 un labriego de Piura y un labriego del Cuzco, por ejemplo? Muy poco, evidentemente. Pero ambos y otros como ellos y sus antepasados vivían dentro del mismo ámbito político-administrativo y no únicamente desde el siglo XVI sino desde muchos siglos antes de los Incas. Este molde impalpable influyó de una manera u otra, sobre su niñez, su juventud, su adolescencia, su ancianidad y sobre las de sus familiares”. . Más adelante dice que “...esta colectividad ...era un viejo conglomerado histórico-geográfico...” Aquí lo político-administrativo de un territorio determina la identidad de la población así como el discurrir histórico de dicha población en el territorio. En La promesa de la vida peruana (1958) Basadre sostiene que: “Lo peruano es primariamente una comunicación, unidad substancial de elementos heterogéneos, conciencia simultánea de lo diverso y uno”. Lo diverso y uno tiene de común territorio y ámbito político-administrativo. Ni siquiera la propia historia es común ya que en ella unos jugaron el papel de vencedores y otros el de vencidos.
Luis Alberto Sánchez tendrá también una visión territorial de la identidad en su Perú, Retrato de un país adolescente (1963). Y territorial será también la visión de José Luis Bustamante y Rivero, presidente del Perú (1945-1948) en Una visión del Perú (1960) y la de Fernando Belaunde Terry, presidente en dos ocasiones (1963-1968) y (1980-1985), en La conquista del Perú por los peruanos.
Identidad Etnica
Esta ha sido una de las corrientes más importantes de interpretación del problema sobre todo en el período 1920-1970. El núcleo de la nacionalidad se identifica en un caso con lo andino y lo indio y en el otro caso con lo hispano. Todo lo otro tiene que subordinarse a esos núcleos alternativos que representan al verdadero Perú. Estas dos visiones fueron evidentemente antagónicas. Veámoslas una por una.
La idea de que lo hispano es lo que da identidad a lo peruano es antigua. Data de la Colonia y su primer representante fue Juan de Solórzano Pereyra, quien en su Política Indiana (1648) propone una fundamentación doctrinal para el gobierno de la corona de Castilla sobre Indias. Este fundamento es por un lado el derecho de conquista y de otro el mérito de haber traído la civilización a estas tierras. Este es un manual de gobierno virreynal en relación a los indios. Fray Reginaldo de Lizárraga considera igualmente lo hispano como el centro de identidad del Perú, pero es más radical ya que a diferencia de Solórzano, Lizárraga tiene un concepto negativo sobre el pueblo indígena, al cual achaca todo genero de vicios. busca justificar así la imposición de un gobierno duro con leyes más drásticas.
También a comienzos de la República hubo hispanistas. Hipólito Unanue fue uno de ellos y en medio de la Guerra de Independencia propugnó la reconciliación entre españoles y un Perú independiente con “un buen príncipe de casa real que viniera a coronarse”. Asimismo, José de la Riva Agüero propuso suspender la guerra de independencia contra España arguyendo: “Por cuanto conviene a los intereses de unos pueblos íntimamente unidos por los vínculos estrechos de la sangre, idioma y religión, que se suspenda entre ellos una guerra desolada, de que ya se resiente la humanidad misma”. El Marqués de Torre Tagle junto con Juan de Berindoaga son dos de los que más lejos van en su intento de reconciliación con España, manifestando su arrepentimiento por haber colaborado con la revolución. Torre Tagle manifiesta su voluntad de unirse al “ejército nacional” que es el español, mientras califica de extranjeros y de intrusos a los colombianos. Se refiere al “falso brillo de ideas quiméricas que sorprendiendo a los pueblos ilusos sólo conducen a su destrucción y a hacer la fortuna y saciar la ambición de algunos aventureros”. Berindoaga por su parte publicó dos periódicos en el Callao en 1824; “El Desengaño” y “El Triunfo del Callao”. El representa a aquella porción de la nobleza virreynal que apoyó la independencia al comienzo pero que se alarmó y desconcertó cuando vio que el intento independentista provocaba serios trastornos en medio de privaciones, miseria y una guerra muy áspera.
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Después de la independencia hay un número de hispanistas entre los que se encuentra Felipe Pardo y Aliaga, hijo del Regente de la Audiencia del Cuzco, que estuvo a punto de ser fusilado por los revolucionarios en 1814. Pardo y Aliaga fue educado en España aún después de la independencia (entre 1821 y 1828). Criticó franca y abiertamente los males y vicios colectivos del Perú y si bien no planteó una revisión de la independencia expresó una cierta nostalgia de los tiempos idos. Mucho más radical fue la postura de Bartolomé Herrera expresada en su sermón de la catedral de Lima el 28 de julio de 1846. Allí dijo que: “...Ahora es tiempo ya de conocer que el imperio de los incas desapareció hace tres siglos; que el pueblo que existe en el territorio que no se ha desmenbrado de aquel imperio es un nuevo Perú, el Perú español y cristiano no conquistado sino creado por la conquista; y que lejos de tener motivo de queja por aquel hecho inmortal de los españoles del siglo XVI, debemos a éstos la gratitud y veneración que los hijos, sea cuales fueren las faltas de sus padres, no pueden negarles sin pasar por desnaturalizados y horrorizar al universo”. Hispanista también fue Ricardo Cappa quien con su Historia Compendiada del Perú con algunas apreciaciones sobre los viajes de Colón y sus hechos (1886) provocó folletos rectificatorios de Ricardo Palma y de Eugenio Larrabure y Unanue, no solo por su postura ultrahispanófila, sino por su encono contra los próceres de la emancipación.
En el siglo XX el hispanismo asumió un carácter antimarxista y a veces antidemocrático y antianglosajón. La década de 1931 a 1941 marcó su punto más alto, ligado a la victoria de Franco en la Guerra Civil española. Aquí encontramos obras racistas antiindígenas como las de José F. Cáceres El problema racial en el Perú (1925) del cual Felipe Boisset con su obra de igual nombre publicada en 1919 fue un precursor. Pero encontramos también, escritos de mayor nivel como los de José de la Riva Agüero; Algunas reflexiones sobre la Epoca Española en el Perú (1935) y obras de franco tinte conservador como Por la verdad, la tradición y la patria (1937) del propio Riva Aguero. Después de la Segunda Guerra Mundial el hispanismo se prolongó hasta la década del 1960 con obras como la de Carlos Miró Quesada Pueblo en crisis (1946), Mariano Peña Prado El hombre en el Perú (1960) y la vasta obra historiográfica de José Antonio del Busto que se concentra en el período de la conquista española. Jorge Ortiz Sotero se encuentra en la actualidad en una escuela historiográfica similar a la del Busto, destacando la vida de funcionarios virreynales importantes. No deja de ser sintomático que este último historiador haya hecho sus estudios en España.
Una forma moderna de hispanismo existe actualmente entre aquellos académicos que reconocen que si bien hay una muy importante contribución indígena a la identidad peruana finalmente es lo hispano lo que termina dominando, ya que el idioma, las costumbres, la religión, la literatura y la literatura del Perú son españolas. Aún el sistema político, y el judicial viene de España. Lo más importante es que además es lo hispano lo que le da unidad al Perú con los otros países de hispanoamérica. Por ello, es posible la perfecta coincidencia de idiosincrasia entre hispanoamericanos que conviven en un país extranjero. Asimismo, es de destacar la cercanía de la clase media hispanoamericana en idioma, usos y costumbres con los españoles, al nivel que están más cerca a ellos de lo que puedan estar vascos y catalanes, que además de hablar idiomas diferentes están dedicados a proclamar aquello que los diferencia de España. Esta nueva corriente de pensamiento, sin embargo, no ha sido aun plasmada en ensayos.
La otra gran corriente dentro de la discusión sobre identidad cultural y étnica fue la indigenista. Esta proclamó lo autóctono y lo indio, (entendido básicamente como andino) como el núcleo de la identidad peruana. Un antecesor de esta corriente lo encontramos en Felipe Guamán Poma de Ayala, quien en su obra Nueva crónica y buen gobierno (1615) hace escuchar la misma voz de los indígenas. Guamán Poma decidió recorrer todo el virreynato para defender a los indios de abusos e informar al rey. La segunda parte de la crónica no fue solo una crítica al régimen virreynal sino un verdadero proyecto alternativo. Un hecho de destacar de Guamán Poma es su oposición al mestizaje, y su insistencia en mantener la pureza del indio.
En el período de la independencia y los primeros años de la República más que un sentimiento indigenista lo que hubo fue un sentimiento antiespañol. La generación de criollos que quiso separarse de Europa buscó identificarse con algún contenido propio e intransferible, distinto de lo europeo y lo español. Fue así que el criollo americano encontró lo indígena y lo tomó como propio. Dando cuenta de la victoria de Junín el períodico trujillano “Nuevo día del Perú” empieza diciendo “La sangre de los Incas va a ser vengada...” Manco Cápac aparece en el “Canto a Junín” de Olmedo y el “Himno Nacional del Perú” cuya letra se debe a José de la Torre Ugarte habla del “peruano oprimido”, de “tres siglos de horror”, y del “odio y venganza que heredara de su Inca y Señor”. Las líneas mas antiespañolas tal vez sean las últimas de la quinta estrofa: “Nuestros brazos, hasta hoy desarmados, estén siempre cebando el cañon, que algún día las playas de Iberia sentirán de su estruendo el terror”. De otro lado es interesante ver los términos en que el Congreso Constituyente de 1822, cuyo Presidente era Javier Luna Pizarro, inicia un mensaje a los indios: “Nobles hijos del sol, amados hermanos, a vosotros virtuosos indios, os dirigimos la palabra, y no os asombre que os llamemos hermanos: lo somos en verdad, descendemos de unos mismos padres: formamos una sola familia, y con el suelo que nos pertenece, hemos recuperado también nuestra dignidad, y nuestros derechos. Hemos pasado más de trescientos anos de esclavitud en la humillación más degradante, y nuestro sufrimiento movió al fin a nuestro Dios a que nos mirase con ojos de misericordia. El nos inspiró el sentimiento de libertad, y él mismo nos ha dado fuerza para arrollar a los injustos y usurpadores, que sobre quitarnos nuestra plata y nuestro oro se posesionaron de nuestros pueblos, os impusieron tributos, nos recargaron de pensiones, y nos vendían nuestro pan y nuestra agua “. Los criollos, a pesar de ser descendientes de los españoles conquistadores, asumieron como propia la historia incaica y vieron la llegada de los españoles como una invasión, la colonia como tres siglos de dominación y la independencia como la liberación. La identificación con lo indio y lo indiano sin embargo, era como lo dice Basadre una identificación histórica y simbólica. El indio real contemporáneo recibió muy poca atención y durante los primeros años de la República estuvo menos protegido que durante el Virreynato. Fue durante ese período que se formaron las grandes haciendas y que los indios perdieron sus tierras. Esta identificación con lo indio puede en parte estar relacionada con el movimiento romántico que buscaba regresar a las raíces ancestrales y místicas de los pueblos, en Europa a la edad media y a los dioses paganos, en el Perú al incanato y al culto solar.
El verdadero indigenismo recién apareció en el siglo XX. Su antecesor fue Manuel González Prada con su artículo “Nuestros Indios” (1905) que forma parte final de su libro Horas de lucha en donde se queja de que los indios son conservados en la ignorancia y la servidumbre, son envilecidos en el cuartel, embrutecidos con el alcohol y lanzados a destrozarse en las guerras civiles y de tiempo en tiempo se organizan cacerías y matanzas contra ellos. González Prada reconoce que no es posible restaurar el Imperio de los Incas. Dice que hay que educar al indio, pero que éste debe responder además a la violencia con la violencia, “escarmentando al patrón que le arrebataba las lanas, al soldado que le recluta en nombre del gobierno, al montonero que le roba ganado”, pues “en resumen el indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche”.
Entre los indigenistas va a haber dos tendencias. Quienes defienden al indio por oprimido y quieren incorporarlo a la nacionalidad criolla, y quienes piensan que el indio y lo indiano es la nacionalidad peruana en sí misma o por lo menos el núcleo de ella y que el indio debe adquirir la educación y tecnología moderna para cumplir cabalmente su papel de núcleo nacional.
González Prada está en la segunda concepción cuando llama a los indios a la rebelión contra los blancos y cuando acusa que “no forman el verdadero Perú” los criollos en la costa, sino “las muchedumbres de indios diseminados en .... la cordillera”. Dora Mayer, en cambio, fundadora con Pedro Zulen y Joaquín Capelo de la “Asociación ProIndígena” representa la primera tendencia. En El Indígena Peruano a los cien años de la República libre e independiente (1921) dice que la independencia no fue obra de los indios sino de sus amos y por consiguiente “después de un siglo... la emancipación de la raza indígena no se ha operado todavía”. Dora Mayor denuncia los abusos contra los indios y busca solucionarlos. Se da cuenta que la solución no depende de la filantropía, pero no va más allá. Hildebrando Castro Pozo en Del Ayllu al cooperativismo socialista; (1936) se encuentra en la misma corriente de la Mayer pero va más allá proponiendo la organización de las comunidades indígenas en cooperativas de gobierno. Luis E. Valcárcel en cambio, coincide con González Prada en la corriente que considera a los indios la verdadera nacionalidad. Tempestad en los Andes (1927) es el principal de sus libros. En el sostiene que existen dos nacionalidades en el Perú, la blanca concentrada en Lima y la india concentrada en Cuzco. Hay un conflicto secular entre estas dos razas “que no ha perdido su virulencia desde el día en que el invasor puso sus plantas en los riscos andinos”. Frente a este conflicto el mestizaje no es solución, y sólo del Cuzco puede venir la salvación del indio. Finalmente, termina afirmando que la sierra (el indio) es la nacionalidad.
Interesante es notar el rechazo de Valcárcel al mestizo, en lo cual va a coincidir con Guamán Poma. Describe a los pobladores mestizos con la siguiente frase: “la atmósfera de los poblachos mestizos es idéntica: alcohol, mala fe, parasitismo, ocio, brutalidad primitiva”. Más adelante dice que “...la raza del Cid y de don Pelayo mezcla su sangre a la sangre americana. Se han mezclado las culturas. Nace del vientre de América un nuevo ser híbrido, no hereda las virtudes ancestrales, sino los vicios y las taras. El mestizaje de las culturas no produce sino deformidades”.
Valcárcel anuncia que “surgirá el nuevo indio” y advierte: “la cultura bajará otra vez de los andes... No ha de ser una resurrección del incario.. La raza, en el nuevo ciclo que se avecina, reaparecerá esplendente, nimbada por sus eternos valores...; es el avatar que marca la reaparición de los pueblos andinos en el escenario de las culturas. Los hombres de la nueva edad habrán enriquecido su acervo con las conquistas de la ciencia occidental y la sabiduría de los maestros de oriente. El instrumento y la herramienta, la máquina, el libro y el arma nos darán el dominio de la naturaleza, la filosofía.. hará penetrante nuestra mirada en el mundo del espíritu... Se cumple el avatar: nuestra raza se apresta al mañana...”
Valcárcel hace el planteamiento más radical sobre el indio al plantear su meta de construir la nacionalidad sobre el polo indígena del Cuzco. Este planteamiento se cultivó en el “Grupo Resurgimiento” que fue fundado por abogados, periodistas, artistas y estudiantes cuzqueños. El grupo tuvo en realidad una acción muy limitada, por la heterogeneidad de sus componentes y la represión de que fue objeto, y así acabó por disolverse al poco tiempo.
Así como los historiadores hispanistas concentraron sus estudios en el Virreynato los historiadores indigenistas lo hicieron en el incario. Historiadores y arqueólogos indigenistas contribuyeron a fortalecer la tesis de un resurgir de la raza india con sus descubrimientos respecto a la civilización inca y pre-inca. Los descubrimientos en torno a la tecnología indígena fueron especialmente importantes para esto, como arquitectura, textiles, agricultura, medicina, etc. Julio C. Tello fue uno de los que más destacó en este campo.
Entre los políticos merece destacar a Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA, el partido político más importante del Perú entre 1930 y 1985, que si bien no pensó en el indio como base de la nacionalidad lo utilizó como símbolo, más o menos en la forma en que lo utilizaron los liberales románticos de comienzos de la República. Haya acuño el término “Indoamérica” para reemplazar a Hispano o Latinoamérica, y utilizó el cóndor de Chavín como símbolo partidario.
La corriente de lo andino como centro de la nacionalidad tiene exponentes modernos como Juan José Vega en La Emancipación frente al Indio Peruano; (1958) y en La Guerra de los Viracochas. En este último libro Vega estudia la resistencia indígena frente a los españoles entre 1532 y 1572. Sin embargo, su exponente más actual es Nelson Manrique. Un buen resumen de sus ideas al respecto lo encontramos en una entrevista que le hizo Roland Forgues en 1992. Dice Manrique: “Si se piensa en una modernidad solo va a poder pensarse desde lo que es la recuperación del mundo andino. El hecho crucial para repensar el Perú viene desde la reivindicación de lo andino. No excluyentemente, no desde la perspectiva romántica neoindigenista de lo andino como antagónico o excluyente con relación a lo occidental. Es un disparate porque lo andino está profundamente preñado por elementos occidentales desde la conquista. Si existe lo andino vivo es por esa capacidad de recreación, incorporando todo aquello que podía servirle”. “...creo que lo central para la afirmación de la sociedad peruana demanda recuperar el elemento andino. Nuestra identidad pasa necesariamente por allí. Y la modernidad: allí me encuentro con cantidad de sorpresas increíbles. En polémica con algunos amigos que vienen trabajando el tema, piensan en la modernidad como un proceso de industrialización y como un proceso de incorporación de los sectores indígenas. Carlos Iván Degregori escribió en sus texto Del Mito de Inkarri al Mito del Progreso que el abandonar la identidad indígena que para él quedaba reducida a al fiesta, a la vestimenta y al idioma, era el precio que tenía que pagarse para incorporarse a la modernidad. Otras veces he escuchado frasear lo mismo diciendo que los indios están ansiosos de no ser marginados, despreciados, menospreciados. Es sintomático que se confunda querer dejar de ser indios con querer dejar de ser marginados. Es que no se asume como tan natural que si uno es indio pueda ser de otra manera”.
El discurso ha variado respecto a Valcárcel. Ahora se reconoce que lo andino tiene importantes elementos hispanos. Pero sigue siendo diferente respecto a lo occidental y la entidad peruana sigue pensando por lo andino.
Nación mestiza, identidad unitaria
El primero en ver al mestizo como representante de la nacionalidad peruana fue Víctor Andrés Belaunde. Belaunde ve los aspectos psicológicos y espirituales del problema peruano. Señala que hay una dramática tensión secular de mestizajes en pugna en busca de una síntesis armoniosa y creadora. La conciencia nacional sin embargo, se haya desviada frente a este fenómeno que es el representativo de la nacionalidad misma, dice en Meditaciones Peruanas (1932, que publica artículos escritos entre 1912 y 1918. Pero no idealiza al mestizo como harán otros sino que lo ve con sus aspectos positivos y negativos. Reconoce que el mestizo “no ha heredado los arranques heroicos, ni la tenacidad negativa de la voluntad española. No ha heredado tampoco el hondo sentimiento que debió haber palpitado en la raza indígena. El mestizo es ligero, blando, experto pero asentimental y abúlico. Es, quizá, superior al blanco, desde el punto de vista de la inteligencia, inferior al indio, en sentimiento. Carece de audacia heroica. Tiene astucia e ingenio, pero no imaginación superior. Habría que establecer un matiz de diferencia entre el mestizo de la Costa y el mestizo de la Sierra, producida por dos causas: por el porcentaje de sangre negra en la costa y por el clima frío y seco en la sierra. En el mestizo de la Costa, la inteligencia es más viva y ágil; en el mestizo de la Sierra de imaginación más lenta, la voluntad es más persistente En los dos, sin embargo, la ausencia de sentimiento determina la tendencia al desarraigamiento, a la orientación espiritual imitativa y postiza, en síntesis, al anatopismo”.
En su obra posterior Peruanidad (1965) Belaunde, católico practicante e ideológicamente Social Cristiano, explora la identidad nacional por el lado religioso. Dice que el Incanato no logró una unidad religiosa debido a la política de los incas de incorporar los dioses de los pueblos anexados al imperio dentro del panteón cuzqueño. Esta unidad se logra, sin embargo, con el cristianismo católico. Belaunde afirma: “En síntesis, ambiental y psicológicamente, se realizó, en medio de imperfecciones, abusos y errores, una definitiva transformación espiritual del Perú. El culto de la Eucaristía remplazó el culto solar. La devoción a María surge en la tierra americana con la modalidad típica de los santuarios autóctonos. Las iglesias han sustituido a las huacas. La liturgia católica se ha apoderado del alma indígena”. (1965). Esta transformación del indígena desde el punto de vista espiritual es pertinente no sólo desde el punto de vista cultural. Lo es también desde el punto de vista político y desde el punto de vista de la identidad. Le da al pueblo de este territorio evangelizado un referente común. Tal como dice Belaunde: “en esta vinculación espiritual estriba el secreto de eso que se llama, quizás imperfectamente, la conciencia nacional. Ella se plasma en el amor a la tierra y se alimenta del recuerdo de las tradiciones comunes y del aliento de las mismas esperanzas, pero la fuerza íntima, el secreto supremo de esta comunidad radica en el sentimiento religioso”. (1965).
La idea de que la identidad peruana puede ser mestiza y no india ni hispana se refuerza en la década del 30 con Uriel García, quien se desprende del grupo indigenista. En El Nuevo Indio (1930) Uriel García cuestiona la tesis de Tempestad en los Andes de Valcárcel. García parte de que “nuestra época ya no puede ser la del resurgimiento de las `razas´, que en la antigüedad crearon culturas originales”, pues “ya hemos llegado a la época del dominio del Espíritu sobre la Raza”. Sostiene en el prólogo del libro que “el indio de hoy no es simplemente el indio histórico... Es todo hombre que vive en América, con las mismas raíces emotivas y espirituales que aquel que antiguamente lo cultivó (el territorio)... y por que la sierra... es la región más india de la América india. E indios nos tornaremos todos los que extendemos la mirada hacia el mundo desde sus eminencias”. En su libro desmitifica el período incaico, revaloriza al mestizo, a quien Valcárcel despreciara, como parte importante de la identidad peruana y redefine lo que va a denominar “el nuevo indio”. En contra de la tesis de Valcárcel de que el Perú debía construirse sobre las ruinas del incanato, olvidando la conquista y el virreynato, García sostiene que la colonia marcó al país y el Perú no puede olvidarla ni construirse sin tomar en cuenta la herencia colonial.
También en la idea de nación mestiza encontramos a José María Argüedas. Ya en su trabajo El Complejo Cultural del Perú (1952) Argüedas rebate la “corriente pesimista acerca del mestizo” representada por Valcárcel. El señala el caso del Valle del Mantaro en la Sierra Central del Perú en donde el mestizo constituye la totalidad de la población. En La Sierra en el Proceso de la Cultura Peruana (1953) señala que el caso del Mantaro, aunque sea todavía una excepción en el país, servirá “para el estudio del posible proceso de fusión armoniosa de las dos culturas..., fusión posible, puesto que en esta región se ha realizado. La ciudad de Huancayo es para el lugar en donde tal fusión se ha producido más claramente, en donde el mestizo, el indio o el hombre de abolengo de provincias que llega a esta ciudad no se encuentra en conflicto con ella”. Argüedas explica esta integración pacífica de las castas por las características culturales de los huancas y su alianza con los españoles, la ausencia del latifundismo y el desarrollo de Huancayo como capital industrial de la región. Otro aporte al estudio del mestizaje lo hará en su tésis doctoral Las Comunidades de Castilla y del Perú (1963) al comparar las comunidades españolas de Bermillo y la Muga de Sagayo en León con las comunidades peruanas analizando la medida en la cual las comunidades peruanas están influenciadas por lo hispano.
Raúl Ferrero en su obra Afirmación del Perú Integral (1942) hace también una defensa del mestizo como eje de la nacionalidad. Critica al hispanismo y al indigenismo en sus posiciones extremas y afirma que la peruanidad es un valor de integración y no de exclusión, señalando que es el mestizo el representante del Perú integral. Maxime Kuczynski y Carlos Enrique Paz Soldán en Disección del Indigenismo Peruano (1948 ) hacen un análisis del indigenismo y al término del libro abordan el tema de la conciencia chola (mestizo aculturado) como fenómeno de la sociedad peruana pensando en Lima, donde se da con mayor fuerza este proceso de “cholificación” del indio como el centro de unificación nacional.
Un autor contemporáneo que piensa en términos de identidad mestiza y unitaria es Carlos Iván Degregori en Del Mito de Inkarri al Mito del Progreso; Poblaciones Andinas, Cultura e Identidad Nacional (1986). Para él, el abandono de la identidad indígena es el precio que tiene que pagarse en el Ande para incorporarse a la modernidad. Esto los termina transformando en mestizos e incorporándolos e identificándolos con la sociedad mayor que es básicamente mestiza.
Carencia de Identidad
Un grupo de autores que comienzan a publicar en la década de 1960, sostiene que el Perú carece de una identidad, principalmente porque no constituye una nación. Poco hay en común entre una persona de clase media limeña y un campesino de Huancavelica, uno de Puno, otro de Piura y un miembro de una comunidad tribal amazónica. Todos están en el territorio del Perú, pero no todos pertenecen a la misma nacionalidad. Encontramos este pensamiento en embrión en el joven Víctor Andrés Belaunde. No llega a negar la existencia de una identidad ya que asume la tesis de una nacionalidad mestiza, pero sin embargo, recalca la debilidad de la conciencia nacional peruana. En Meditaciones Peruanas, publicada en 1932 incluye un artículo de 1917, Las Deficiencias en la Cultura Nacional”, en donde dice: “La conciencia colectiva en el Perú ha sido débil. La cultura peruana no ha contribuido a crear esa conciencia colectiva, ni a orientar esas aspiraciones, ni a formar esos ideales”.. Haciendo una síntesis de los factores contrarios a la conciencia nacional enumera los siguientes: la extensión y discontinuidad territoriales; la escasez y la dispersión de la población; la variedad de las razas, la yuxtaposición y falta de compenetración ; la influencia o preponderancia de las fuerzas históricas; la influencia perturbadora de causas económicas perjudiciales para el desarrollo de la actividad y voluntad individuales; y la pobreza y deficiencia en las fuerzas psíquicas , por la falta de intuición y sentimiento en la cultura peruana.
En la década del 60 autores como Julio Cotler (La Mecánica de la Dominación Interna y del Cambio Social en el Perú; 1967), José Matos Mar (La Urbanización y los Cambios en la Sociedad y Cultura Peruana; 1966), Gabriel Escobar, Jorge Bravo Bresani, Rodrigo Montoya y Augusto Salazar Bondy (Entre Escila y Caribdis; Reflexiones sobre la Vida Peruana) llevaron este razonamiento al extremo negando la existencia no sólo de una nación peruana, sino de una identidad peruana.
Este pensamiento ha predominado en la sociología del país hasta la actualidad. En 1988 Matos Mar publicó Desborde Popular y Crisis del Estado y titulò su primer capítulo como Legado Andino y Patria Criolla: una Nación Inconclusa. Esta fue finalmente la posición también de Alberto Flores Galindo en libros como Buscando un Inca: Identidad y Utopía en los Andes (1986) y Tiempo de Plagas (1988).
Movimiento Indio
Podría considerársele como una continuación del indigenismo. La diferencia estriba básicamente en que es un movimiento pan-indio, es decir, que pretende agrupar a todos los movimientos indios de América, desde Canadá hasta Tierra del Fuego. De otro lado es muy violento por lo menos verbalmente. La obra más representativa es la de Ramiro Reynaga, quien bajo el seudónimo de Wankar publicó en 1981, Tawantinsuyu: Cinco Siglos de guerra Qheswaymara contra España. Reynaga propone una guerra de liberación india contra el blanco. Algunas citas que dejan ver su pensamiento claramente: “.. porque la inmensa mayoría de la gente es qheswaymara, seremos el corazón, cerebro y nervio de la liberación andina. O nosotros somos la liberación en los Andes o no hay liberación de ninguna clase” (1981). “Cada día es más claro. Están completas las condiciones para nuestra liberación. Será la culminación del ascendente movimiento descolonizador mundial. Lo repito, colonialismo viene de Colón”. “Las repúblicas se indianizarán o desaparecerán... Una parte de los criollos aceptará nuestra administración... Otra parte de los criollos desde siempre quiere irse de los Andes a las grandes ciudades europeas y norteamericanas, desprecian aquellos, admiran éstas. Tendrán nuestra ayuda para cumplir su sueño. Hay un antecedente. Hace 150 años los nuevos gobiernos pagaron los pasajes a quienes prefirieron irse a España”.
Conciencia Clasista
El marxismo trajo el Perú la idea de que el núcleo de la identidad nacional se hallaba en el proletariado, que era parte del proletariado universal en lucha por su liberación. Algunas otras corrientes influídas por el maoísmo cambiaron la figura del proletario por la del campesino en lucha por su liberación y aliado a nivel mundial de los otros campesinos y proletarios, que se encontraban empeñados en igual lucha. En este caso el indio se transforma en campesino y se hace hincapié no en lo que lo diferencia del resto del mundo, sino en lo que lo identifica con el resto del campesinado mundial. El primero en plantear la identidad en términos clasistas, y en realidad el único original al respecto, fue José Carlos Mariátegui en sus Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana (1928).
Mariátegui escribe sobre el indio: “Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos, -y a veces sólo verbales-, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía”. La situación del indio “tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”. En el prólogo a Tempestad en los Andes, la obra de Valcárcel, Mariátegui escribe: “La fe en el resurgimiento indígena no proviene de un proceso de “occidentalización” material de la tierra quechua. No es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria. El mismo mito, la misma idea, son agentes decisivos del despertar de otros viejos pueblos, de otras viejas razas en colapso: hindúes, chinos, etc. La historia universal tiende hoy como nunca a regirse por el mismo cuadrante. Por que ha de ser el pueblo incaico, que construyó el más desarrollado y armónico sistema comunista el único insensible a la emoción mundial?”. Como podemos ver para Mariátegui el problema indio no es de raza ni de cultura, es económico. En segundo lugar el resurgimiento indígena solo se entiende dentro de la revolución socialista mundial.
Este punto de vista ha sido repetido una y otra vez por los diferentes autores marxistas como Aníbal Quijano, Wilfredo Kapsoli, Julio Ortega, y otros. Ortega nos dice en Crisis, Identidad y Cultura en el Perú (1979) “La discusión, pues, sobre la identidad requiere ser planteada al nivel conflictivo de la clase y su formación y acondicionamiento antagónicos” (1979)
La voluntad de identidad
Finalmente, hay un pequeño grupo de autores contemporáneos que plantea la identidad peruana en términos de voluntad. En otras palabras es peruano no el que pertenece a una cultura o raza determinada, ni siquiera los que habitan el territorio del Perú porque entre ellos hay quienes reniegan de su nacionalidad y tienen la mente en Miami. Son peruanos quienes quieren serlo y quienes reconocen ésta como su nacionalidad. Eso es lo que unifica a un ciudadano de clase media limeña, un campesino de Huancavelica, uno de Puno o un Machiguenga de la selva amazónica. Es un fenómeno tal vez parecido al de la identidad dinástica. No se requiere tener ni el mismo idioma, ni la misma cultura, ni la misma dinastía como referentes. En el Perú, país de un enorme variedad interna, donde “todas las sangres” de Moches, Huancas, Chancas, Quechuas, Aymaras, Españoles y mestizos se unen a un nuevo cosmopolitismo externo con la llegada de migrantes chinos, japoneses, italianos, croatas, judíos, alemanes, ingleses, franceses, etc., lo que unifica a todos es la voluntad de reconocerse como peruanos y una identificación con este territorio como propio. Lo cual no significa, a diferencia de la identidad territorial, que todo habitante del Perú sea peruano, en el sentido en que se sienta peruano, porque parte de la anomia que sufre el país es que no todos sus pobladores se identifican con el territorio, hay un sector al cual el país le “apesta” y se idéntifica con otras realidades, pero quienes se identifican con el Perú se identifican con el territorio. No con su sistema administrativo que levanta protestas sobre su funcionamiento, sino con el territorio que despierta vivencias y expectativas “peruanas”.
Entre los autores que ven la situación en estos términos se encuentran Raúl Zamalloa con El Proceso de la nacionalidad (1979) y Carlos Franco con Izquierda, Política e Identidad (1979). Manuel Burga autor de La Historia sigue su curso (1993) en conversación con Roland Forgues entiende el fenómeno que se da en el Perú pero no llega a formular lo que Zamalloa y Franco ya formularan en 1979. Aunque su explicación nos permite comprender muchas cosas. Burga dice “La Sociedad peruana es una sociedad multiétnica y multicultural (...) pero con muchos elementos que permiten una integración. Yo creo que será imposible conformar una nación peruana homogénea en el corto plazo, y supongo que en el largo plazo irán a perdurar muchas de las particularidades culturales.” Forgues comenta: “Argüedas creyó por mucho tiempo que el mestizaje podía generar la homogeneización de la sociedad peruana y luego en Chimbote observó que la realidad andaba por otro camino: El de la aculturación de los andinos que perdían en la ciudad su lengua, sus raíces y sus culturas sin poder acceder, no obstante a la cultura criolla.” Burga contesta: “Lo que expresó Argüedas es una esperanza muy peruana que fue expresada antes por Garcilaso de la Vega y que forma parte del discurso político consensual en el Perú; es decir el país visto como mezcla racial y cultural, como sincretismo. Pero la realidad es otra; la realidad es que el Perú no ha logrado conformarse con un cuerpo mestizo, homogéneo, sino más bien como un conglomerado de sus grupos raciales y culturales.”
Pero en este conglomerado de razas y culturas del que nos habla Burga sí existe una identidad peruana que puede percibirse de vivir en este país por un tiempo y conversar con su gente. Por lo tanto la única identidad posible entre esos conglomerados diferentes es la voluntaria, la de una identidad al estilo dinástico, pero no con la figura de un rey o emperador, sino con un territorio que finalmente no es otra cosa que un símbolo. Un símbolo que muy probablemente no signifique lo mismo para todos, pero la identificación con él crea una unidad allí donde no la habría. Es algo similar a lo que Víctor Andrés Belaunde encontró respecto a la identificación religiosa. La religión Católica no significa lo mismo para las poblaciones andinas que para las costeñas y ambas a su vez son diferentes de lo que la jerarquía eclesiástica conceptúa como catolicismo. Sin embargo, la identificación religiosa a pesar de su diversidad crea unidad. Es la fuerza de la identificación con un símbolo. Aunque lo entendamos diferentemente cada cual proyecta su forma de entenderlo en el otro, asume que lo entiende como él y crea una comunión, inventa un compatriota, donde no existiría nada.
La idea de identidad como la gana del vivir colectivo está en Carlos Franco cuando dice “El sentido fuerte de la idea de nación es `la voluntad de vivir colectivamente', es decir, la autodeterminación de una conciencia social que no solo comparte sino también `proyecta', imagina utopías, redefine una identidad desea y prospectiva y la instala, segura en `su' horizonte. Pero la `voluntad de vivir colectivo' tiene que elegir su `modalidad del vivir colectivo'. Y entonces la voluntad común se bifurca en `modalidades' distintas y en conflicto”.
La misma idea de identidad es desarrollada por Zamalloa de manera brillante cuando se pregunta: “¿Qué hace que un vasto conjunto de seres humanos que habita un territorio que puede llegar a ser muy extenso se sienta integrando una sola personalidad colectiva? Las respuestas han sido múltiples y con frecuencia han consistido en privilegiar algunos de los elementos que suelen hallarse en las naciones constituidas: común descendencia de un grupo inicial, una misma lengua, habitar un mismo territorio, profesar una misma religión, tener unidad política, comunidad de costumbres y de tradiciones.. la lista es larga y podría crecer. Sin embargo, siempre hay alguna nación en la que falta uno o varios de estos elementos y no siempre los mismos; puede decirse que ninguno es indispensable. Qué es, pues, lo que determina la constitución de la nacionalidad? Es aquí donde interviene un elemento que hasta ahora no hemos considerado: la `voluntad', el `plebiscito de todos los días' del que hablaba Renán; la `voluntad de corporación viviente y activa' a la que se refiere Kohn; el `querer vivir colectivo que señala Hauser, no es el único requisito pero si resulta esencial y ese requisito es precisamente el que aporta el nacionalismo” (1979) Más adelante continúa: “La conciencia nacional es, recordémoslo, “voluntad de corporación viviente y activa' `un plebiscito de todos los días', es decir algo vital y constante que puede ser redefinido por nuestra generación y las próximas.” Para terminar diciendo: “En todo caso hay algo que los peruanos compartimos y que nos hermana por encima de cualesquiera diferencias de lengua, piel o cultura y es la noción de Patria que a todos nos atañe. Porque la Patria es “la tierra y los muertos”, como definió Barres en cinco palabras permanentes. Esta tierra que a todos nos abruma, reta, sustenta y conforta. Esta tierra en la que están nuestros muertos, tan presentes en el espíritu de nuestro pueblo y que viven en gestos y rasgos, en flores, obras y tradiciones. Lanza del Vasto dijo alguna vez que la Caridad es un amor sin reverso de odio. El patriotismo es como la Caridad. Que el futuro lo vea crecer en el Perú”.
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