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UTOPIA E INFAMIA DEL INDIGENISMO
por Fernando Fuenzalida Vollmar
Es preciso decir lo que fuimos
para disculpar lo que somos
y encaminar lo que pretendemos ser
Quevedo
Ningún acercamiento adecuado a los problemas de conceptualización del hombre andino y su relación con la humanidad del Viejo Continente, podrá dejar de considerar, como punto de partida, las circunstancias ideológicas y las experiencias previas de los conquistadores dentro de cuyo contexto se produjeron y desarrollaron los contactos.
Un primer hecho, del que no es posible prescindir como noticia es que, a diferencia de la mayor parte de la Europa Medioeval en tránsito a la Modernidad, la España de los siglos xv y xvi arrastraba una historia racial y cultural mixta y compleja. Era una sociedad con prolongada experiencia histórica de intenso contacto interracial y mestizaje. Para ello no es solamente la experiencia más antigua la que cuenta : la que conjugó dentro de un mismo territorio a los íberos, los celtas y los vascos y, más adelante, los fusionó con los romanos, los vándalos, los godos y muchos otros más. Se trata, además, por supuesto, de la multirracial colonización musulmana con sus olas sucesivas de marroquíes, mequíes, yemenitas, persas, sirios, egipcios, berberes y el séquito interminable de esclavos negros africanos y de esclavos eslavos y nórdicos. Y todavía, y hasta entrado el siglo xvii, aún después de la expulsión granadina, de la presencia de una numerosa y bien reputada colonia judía y mozárabe ocupando posiciones de importancia en la economía, la política y la vida intelectual. Estos también, con el paso de los siglos, llegaron a ocupar prominentes posiciones sociales y políticas e incluso, desde antes, a fundar dinastías locales en el tiempo de taifas. No es posible, tampoco, desconocer que toda esta experiencia de la convivencia interracial vino acompañada durante cientos de años por otra, paralela, de convivencia intercultural. España, hasta un momento muy tardío de su historia fue un territorio de lenguas y usos mezclados en el que la convivencia del árabe, el hebreo, y los innumerables dialectos orientales estuvo acompañada por la presencia del vascuence, el catalán en ciernes, el celta haciendose gallego, el godo y todos los latines, el popular, el culto y el de iglesia. Desde el punto de vista de la vivencia histórica, pocos lugares hubo más propicios para el reconocimiento colectivo de la múltiple unidad de la especie humana, que la España Premoderna.
Es, problemente, en los planos político e ideológico, dentro de los que esta experiencia secular debió ser interpretada a partir del siglo xvi, donde debemos buscar el nacimiento de la imagen ambigua del indígena andino y el mestizo, que ha perseguido a la conciencia nacional peruana hasta nuestra contemporaneidad. Aquí, las cuestiones que surgieron fueron tanto de naturaleza pragmática como de ideal. Pragmática, porque el recien nacido reino de España, luego de la conquista de Granada, debió enfrentarse a un dilema de difícil solución: buscar apoyo en la numerosa población laboral, media y hasta acomodada, de origen morisco y hebreo, o prescindir de ella. Optar por ella, significaba confiar en una población judía sospechosa de simpatías con los poderes norafricanos moros y en una morisca local rebelde y levantisca. La sublevación de los moriscos de Granada terminó inclinando la balanza y decidiendo la expulsión. De ahí en adelante y frente a la identidad hispánica que hasta nuestros días no ha terminado de surgir, lealtad y deslealtad estarán condicionadas a una cuestión de origen: ha surgido la noción de "pureza de sangre".
"Pureza de sangre", es una noción típicamente hispana que merece explicación por su incidencia en la percepción de lo interétnico andino. Sangre, aquí, no se refiere de ningún modo a raza en el sentido biológico moderno de la palabra. Debe leerse, pues, como "pureza familiar". En donde familia tampoco implica nobleza, estatus o posición social y, de ningún modo, condición económica.
Es una noción que combina matices religiosos y políticos. El mundo peninsular de los siglos xvi y xvii ha quedado dividido entre los hombres de la Reconquista y los vencidos de la vieja Andalucía Mora. Pero la Reconquista se quiso ver a sí misma, durante sus últimos cien años, como una Cruzada en nombre de la Fe. Así, las fronteras entre lo políticamente sospechoso y lo fiable, pasarán, a partir de entonces, por meridianos religiosos. El mundo pasa a dividirse entre "cristianos viejos", "cristianos nuevos" e "infieles". La distinción se expresa en el árbol genealógico, pero no atañe ni a la raza ni al color. Se es cristiano o no se es. Y si se es cristiano, se es por ser miembro de una familia de reciente conversión o por descendencia de antepasados fieles.
En el ámbito ideológico es obviamente el cristianismo el que representa el pensamiento dominante. Un cristianismo, menos bíblico y evangélico que basado en las leyendas, el folklore y la tradición oral y que, en lo referente al estatus de lo humano, construye sus ideas alrededor de historias como la de Adán y Eva, el Paraíso, la Caída, el Diluvio, Noé y sus tres hijos. Y que, por ésto, a menos de arriesgar una grave heterodoxia, no puede menos que afirmar la unidad y parentesco originarios de toda humanidad. El dominio culto sobre esta materia prima en la concepción de lo que sea o no humano, se lo disputan --en la España de la época-- dos filosofías clásicas.
Una de ellas el aristotelismo. Tamizado por Averroes, depurado por la escolástica francesa, hecho romano por el tomismo, no dejó de remitirse a la Política, tratando de fundamentar racionalmente el orden postmedioeval europeo. Aquí, un texto que será origen de polémicas en la etapa del descubrimiento : aquel de la Política en el que Aristóteles se refiere a la servidumbre innata de los pueblos bárbaros.
Por otra parte, el nuevo y moderno platonismo, gestado en el medio bizantino, que irradia desde la corte florentina y desde Italia, por algún tiempo como rival favorecido en la renovación de los estilos del pensar. En su vocación renovadora, se hace vehículo de un utopismo del pasado y del futuro, para el que la noción de la unidad originaria y potencial del hombre y de la unidad trascendente de las formas religiosas, resulta cardinal. Este utopismo, que añora la pureza y la simplicidad perdidas con el Paraíso y que aspira a restaurarlas, invierte la valoración negativa que Aristóteles otorga al bárbaro, y termina idealizandolo.
No es, pues, en ningún momento, la unidad del género humano ni la pertenencia del hombre americano a esta unidad, la que se pone en tela de juicio por el español a su contacto con este continente. Y, ciertamente, no se halló en cuestión la "extrañeza" del indígena. El problema planteado a la conciencia del conquistador y del colonizador no es el de la "bestia". Es el problema del bárbaro y del infiel. Dos graves cuestiones se encuentran implicadas. Una, la de la cualidad específica de la barbarie indígena. Otra, la de la calificación de este modo particular de la infidelidad como idolatría. La cuestión, una vez más, no es para nada de naturaleza racial. Lo que se encuentra en juego es político, cultural y religioso. Si es que la diferencia entre el español y el indio andino es de la misma naturaleza, o más profunda que la que opone al español y al berebere. Si es que la distancia que media entre el español y el musulmán monoteísta, no es superada por la que lo separa del idólatra. Si es que el ladino o indio españolizado y el mestizo, son políticamente confiables o potencialmente sediciosos y traidores.
Respecto a la unidad originaria de la población andina con el resto de la especie humana no existe desacuerdo alguno ni en la etapa del Descubrimiento ni en la de la Colonia. Negarla hubiera sido colocarse en contra de la ortodoxia del monogenismo bíblico y arriesgar acusaciones de herejía. Puestos a discutir el origen del poblador andino, los autores de la época o declaran que lo ignoran --y estos son los menos-- o los suponen descendientes de judíos --y éstos son los más. Cuál sea la vía de esta descendencia, es un punto sobre el que no hay acuerdo. Las opiniones varían desde quienes fabulan el territorio americano --y el peruano en especial-- como sede del Paraíso Original y con él, patria de origen de toda la especie humana, hasta las de quienes remontan el origen de los indios a las migraciones post-diluvianas de los hijos de Noé o al desplazamiento de las Diez Tribus Perdidas de Israel. Lo que se encuentra en juego, es algo más que una mera justificación de la humanidad del indio. Se trata de la consolidación del dogma monogénico, cuyo debilitamiento afectaría toda la estructura dogmática del cristianismo. Para lograrlo, se recurre a toda clase de semejanzas y argumentos. Cronistas como Huamán Poma, sostendrán que los antepasados de los Incas eran rubios y de ojos azules, sabían escribir y hablaban hebreo. Otros, tratarán de forzar semejanzas léxicas y gramaticales entre el quéchua y el hebreo y destacarán semejanzas entre las costumbres y usos de unos y otros.
Más importante es la tipificación de la barbarie. Si es que se trata de barbarie a secas, como la de otros pueblos históricamente familiares. O si es que se trata de esa otra barbarie que hace al hombre "salvaje, semejante a fiera" y lo coloca fuera del estatus propio humano. El universalismo europeo pone aquí a prueba sus límites. Y no deja de haber, para España, el antecedente islámico y hebreo. Y es que hay un punto de barbarie en que lo humano se desdibuja y confunde sus límites con los de la fiera, el demonio y el djinn. Este es el canibalismo. Y ocurre también en lo religioso. Pues no merece, ni en el Evangelio ni en el Talmud ni en el Corán, remitirse a juicio común el estatus de quienes como musulmanes, cristianos o hebreos reconocen la Biblia como libro común y adoran al Dios Unico; con el de otros, que rechazan el Libro y adoran a los ídolos.
La primera polémica en torno a este asunto, enfrentará dos maneras distintas de entender a Aristóteles. La del purista Sepúlveda, que se remitió en forma literal a la Política, identificando al español con el heleno, y reclamando para él semejantes derechos de servidumbre perpétua sobre el irrecuperable bárbaro indígena. Y por otro lado, la del dominico Las Casas, atemperado por las sutilezas de Alberto yTomás, que se esforzaba en mostrar que la barbarie del indio era una condición remediable. Las Casas será el vencedor. Nadie habrá puesto en tela de juicio seriamente la humanidad del indio americano y del andino. Todo quedará definido como una cuestión de religión y de cultura.
Más afortunada resultó en esta época la utilización utópica de la experiencia nueva. La Utopía, que entre los siglos xv y xvii, se hace instrumento de presentación del nuevo proyecto político de los platonistas italianos, encuentra muy rapidamente materiales adecuados en las historias que llegan desde América. Sobre todo, en la admiración que en algunos despierta el alto nivel de civilidad alcanzado por los Aztecas y los Incas. En el Perú, Garcilaso, impregnado ya del utopismo itálico y portavoz español del sefardita Leon Abrabanel el Hebreo, convertirá las tradiciones incas en una imagen filosófica y política de la república perfecta. Influído por él, En “La Nueva Atlántida” Francis Bacon el inglés asociará a los incas, a los judíos, al Perú y a la Atlántida mítica, vinculando de manera indirecta al indígena andino con un proyecto más vasto de renovación de la Fe y de las Ciencias : el que propone en su Instauratio Magna. El noble salvaje, y más que el noble salvaje, el noble Inca, aparecerán de aquí en adelante, no solamente como parte de pleno derecho de una humanidad de único origen, sino que adquirirán el prestigio de una nobleza todavía más antigua. Herederos, más puros aún que sus parientes europeos, de la tradición religiosa y cultural más originaria : la más cercana a la Revelación Primordial cuyas fuentes se hayan en los tiempos anteriores al Diluvio. En la imaginación mítica del Renacimiento --y más tarde en los subterráneos simbólicos y mágicos de la ideología política europea-- los egipcios y los incas se disputarán las mismas posiciones hasta tiempos relativamente recientes.
En el terreno filosófico y teológico la cuestión se encontraba zanjada desde el mismo siglo xvi. En el plano político debía esperar todavía las alternativas de la história. Por una parte, los intentos sucesivos de encarnar la utopía. Los primeros los de Francisco de la Cruz, dominico, joaquimita mesiánico, Rector de San Marcos quien, con los pizarristas, conspira la traslatio final al Perú de Regnvm e Imperivm. Más tarde los de fuente jesuíta: en Paraguay y Bolivia, pero también en Perú con las misiones de Juli y de Maynas. Ninguno exitoso. Todos ellos cediendo ante la cruda realidad de las necesidades de Estado, cada vez más centralista y más absoluto, o desmoronandose por causa de la rigidez ideal de su platónico autoritarismo y disciplina.
Por otra parte, las consecuencias del general reacomodamiento social, económico y político de la población de las nuevas colonias. La cuestión de la "sangre" se trasplantaba desde España. Ya no solamente la distancia inicial entre el infiel y el cristiano. Ahora también la situación sospechosa del "cristiano nuevo" local: el converso y el mestizo. Discriminación análoga a las que en España se aplicaba a las familias conversas del judío y el morisco, se aplicó a éstos recién convertidos. El tránsito Hausburgo-Borbón, en el siglo XVIII, extremó esta tendencia al introducir el absolutismo francés en la política indiana y el racionalismo de moda en su estilo y cultura Gracias a ello, la distancia entre la barbarie y la civilización se hacía cada vez más insalvable para el indio. El Inca y su Imperio podían ser idealizados. Pero el indio empírico se identificaba como servil y bárbaro y el mestizo como ambiguo y desconfiable. Las originales distinciones entre el bárbaro y el civilizado; entre el infiel, el cristiano nuevo y el cristiano viejo; comenzaban gradualmente a impregnarse de matices más modernos : estatus económico y social, estilo lingüístico e instrucción,vestimenta y, sobre todo, aspecto físico. Cierto que la condición nobiliaria de los descendientes de los antiguos caciques, les otorgaba privilegios y les permitía disfrutar de una cierta identificación con el prestigio mítico del Inca. Pero ésto llegaría, tarde o temprano,a su fin en represalia por la rebelión utopista de Gabriel Condorcanqui Tupacamaru, al terminar el siglo xviii. En tanto, la masa del campesinado indígena era reducida a una condición universal de servidumbre y de misería. Y para entonces, el filosofismo cientista que ascendía en Europa, preparaba ya el ascenso de una nueva versión, no cultural ni religiosa sino más bien biologista, de las nociones de sangre y de raza.
El Perú de la Emancipación y de la República, no hizo -- a lo largo del siglo xix y de las primeras dos décadas del siglo xx-- otra cosa que confirmar, dentro de nuevas circunstancias las mismas dos tendencias, utopizante e infamante, con que los siglos xvi al xviii habían querido definir la población original de los Andes. Tampoco en este nuevo tiempo se hizo cuestión de la humanidad intrínseca del indio. De lo que se trató, en todo instante, fué de su correcta ubicación dentro del conjunto de la especie humana. En la prédica y la literatura panfletaria de la Revolución Emancipadora, el utopizado pasado del indio se proyectaba ahora al futuro. Las ilusiones de un Imperio Incaico renovado y moderno al estilo francés o británico impregnaron los esquemas políticos masónicos desde Túpac Amaru con la logia de Tinta hasta San Martín y Bolívar con la Logia Lautaro, antes de diluirse, por fin, en República al estilo de la Unión que nacía en el norte al amparo de las logias de Charleston.. El platonismo hermetizante de las utopías renacentistas había cedido, sin embargo, con ellos, a una nueva interpretación. El Imperio de los Incas aparecía como el arquetipo de un perfecto gobierno, sensato, razonable y liberal a cuya restauración se disponían ahora los criollos y mestizos. Las consecuencias prácticas de este nuevo Incario, republicano y liberal fueron, en resumidas cuentas, paradójicamente desfavorables para el indio concreto y terminaron otorgando argumentos a la tendencia detractora e infamante. La abolición de las leyes protectoras y paternalistas del Imperio Hispánico dió lugar al despojo masivo de la tierra y de la propiedad indígena. El nativo, pasó en poco tiempo de súbdito indígena de la Corona Imperial, a siervo privado de latifundistas y hacendados criollos.
El punto de vista desde el cual se debieron, desde ese momento, formular las distintas posturas, se había desplazado. La pretención de objetividad y relativo desapasionamiento, que pudo ser sostenida durante el Virreynato por observadores, cronistas y filósofos cuyo centro de gravedad se mantenía en Europa, tuvo que ser abandonada. El colono español, naturalizado en su familia y en sus intereses, se había hecho criollo. La población mestiza y ladina se había multiplicado en el número hasta constituir un grueso sector intermedio. El indígena andino había empobrecido su tradición y su número sin remplazarla por la tradición y cultura que, con la Revolución Industrial y el ascenso de la conciencia burguesa, emergía en Europa. Los tres grupos humanos, todavía divididos por cuestiones de prejuicio e intereses, se vieron en situación de competir por el dominio de un mismo espacio económico, político y social. Entre ellos, el criollo había conservado la ventaja heredada de los conquistadores, mientras que el indio adquiría la identidad del nativo colonial dependiente de las colonias británicas del Asia y del Africa. La identidad de la Nación Soberana que iniciaba su historia tuvo que abrirse paso trabajosamente en medio de los antagonismos heredados. No resultaba claro para nadie si la República Peruana sería una nación criolla, indígena o mestiza. Lo único en que todos acordaban fue que no era ya ni europea ni goda.
Entre los elementos que polarizaban la identidad posible, el criollo representaba el lado culto, civilizado e instruído; la iniciativa de la industria, la banca y el comercio; los hábitos modernos de higiene y de consumo. El indígena representaba el analfabetismo y la incultura; la economía servil de estricta subsistencia; la vida mísera y la regresión semisalvaje. A los ojos del criollo la condición mísera del indio pasó rápidamente a confundirse con su misma esencia. Sin que se lo excluyera terminantemente de lo humano, se habló de su escasa inteligencia, de su ociosidad y de su propensión a la mentira, de su ignorancia y de su superstición, como de una naturaleza insuperable. Más adelante, al difundirse el estilo biologista de las ideologías del siglo xix tardío, esta naturaleza se identificó con una esencia racial degenerada y de trasmisión hereditaria. Durante casi un siglo, las tendencias utopizante y detractora pudieron fusionarse. Los mismos que idealizaban el Imperio Incaico y atribuían su fundación a superhombres míticos, escribían acerca de los degenerados e irrecuperables descendientes de esa noble raza y apropiaban para sí --como criollos-- las glorias pasadas de la cultura andina.
La cuestión del indio y la profundización de las distancias entre criollos, mestizos e indígenas ha sido, en el Perú, la causa de una grave escisión de la conciencia nacional que se prolonga a lo largo de toda la historia de la República. Las discrepancias y contradicciones se manifiestan en el juicio de lo indígena, generan polémicas, declamaciones y debates; y revelan, frecuentemente, más que partidismos filosóficos, sociales o políticos, las ambigüedades del alma mestiza frente a la propia identidad. En éstas, el indio en su sentido estricto, no ha tenido hasta ahora un rol como sujeto. Característicamente, lo indígena en el Perú ha sido siempre un asunto de exclusiva preocupación y discusión por parte del criollo y el mestizo, cuyas identidades respectivas han tendido a redefinirse gradualmente, como identidades segmentarias de una clase propietaria. De este modo, aunque entre los años del 1900 al 1930, la "cuestión indígena" fue impulsada a un primer plano por la participación indígena en las campañas militares de 1879 y 1880 y por la multiplicación de las sublevaciones campesinas, el interés creciente por las mayorías marginadas del Perú Andino, no mejoró su situación. La "cuestión indígena" llegó a convertirse en la polémica del Indigenismo e Hispanismo, pero esta polémica no opuso al indígena contra el español-americano, sino a diferentes sectores de interés de la población criolla ilustrada, que optaban por una u otra versión alternativas del pasado histórico y de la identidad patria.
El Indigenismo y el Hispanismo, que dividen y enfrentan opiniones respecto de lo andino hasta tiempos muy recientes representan, en efecto, dos opciones alternativas del criollo y del mestizo, sobre la vacilante identidad peruana. Por la una, se privilegia la versión utópica. El Perú aparece como la sede de un próspero y pacífico Imperio Incaico, émulo de las antiguas civilizaciones del viejo Continente, cuyo destino histórico se frustra por causa de la barbarie conquistadora. La población indígena, degradada y corrompida por siglos de opresión, constituye el alma nacional. La misión de los criollos y mestizos ilustrados es redentora. Cuando esta redención haya sido consumada, se revelará en toda su potencia original y creativa americana, que la verdadera identidad peruana no es europea ni española, sino estrictamente indígena y andina, o tal vez mestiza.
Por el Hispanismo se esgrime, renovado, el argumento colonial de la Fe. Aquí el protagonista es el español heróico de la Reconquista, Paladín del Cristianismo, que irrumpe como civilizador en el dominio despótico e idólatra del Inca. Es cierto, reconoce, que hubo excesos. Y, sin embargo, los beneficios de la conquista superaron con creces a los daños que produjo. No solo el alfabeto, la rueda, el ganado doméstico, las hortalizas, los granos y las frutas, sino sobre todo el beneficio inapreciable de los Evangelios, sin el cual las almas --ciertamente humanas-- de la población indígena, no hubieran podido alcanzar la salvación.
En donde el indigenista percibe la "cuestión indígena" como una de redención del oprimido y de liberación de las fuerzas autóctonas y telúricas, el hispanista la concibe como un problema de Evangelización, Educación y -en general- elevación del nivel moral y cultural de las almas. El prejuicio detractor, en estos años primeros del siglo xx, abandona, poco a poco, el pensamiento de las clases ilustradas, aunque todavía en 1937 se manifiesta como residual entre quienes, como Alejandro Deustua, escriben que "...las desgracias del pais se deben a la raza indígena, que ha llegado al punto de su descomposición síquica y que, por causa de la rigidez biológica de sus integrantes, que han terminado definitivamente su ciclo evolutivo, han sido incapaces de trasmitir a los mestizos las virtudes que exhibieron en su fase de progreso. El indio --concluyen-- no es, ni puede ser otra cosa que una máquina.".
Para este momento, el Indigenismo se mostró ya maduro para una nueva reformulación de la utopía. El socialismo se difundía como ideología triunfante. El pasado fue reinterpretado otra vez. El mismo Imperio Incaico al que el siglo xvi utopizó platónico y el xix utopizó liberal y positivo, se transfiguraba ahora en imperio socialista al estilo Baudin. No resulta claro,sin embargo, hasta ahora, en qué sentido habría podido ser socialista. Socialismos nacionalistas e internacionalistas se disputaron, desde la primera postguerra, el privilegio de construir las utopías futuras. Muy pronto, entre los años catorce y los treinta, el socialismo escindido, enfrentó los derechos de la clase social y del trabajo a los derechos de la etnia y de la sangre. Lado a lado con el sindicalismo y el corporativismo que expresaban los unos, se difundieron nativismos de cuño europeo, expresando a los otros. Anunciado ya por los romanticismos neo-célticos, neo-germánicos y neo-eslavistas que dieron fundamento a los nacionalismos del siglo xix, se propagaba a partir de 1914 el Movimiento Völkisch: no se trataba ya más, como en el 1848 de Gobineau, de Walter Scott o Towiansky de reivindicarse como los retoños tardíos de una antigua identidad sojuzgada y de renovar por la vía folklórica las virtudes de la sangre y el alma racial. Se hizo necesaria, ejn los nuevos contextos, la renovación total de los tiempos heróicos en un imperio y una religión romana, ibérica, céltica, eslava o germánica. En la Europa de los primeros años del último siglo se multiplicaron desfiles de activistas disfrazados de druidas, de vikingos o antiguos romanos, al tiempo que se renovaban las doctrinas y ritos de los paganismos pre-cristianos. Los grandes ideólogos del socialismo nacional aspiran a la restauración del Imperio Romano, del Imperio Germánico o del Imperio Bizantino Románico. Los artífices de estas reconstrucciones, que rivalizaron largo tiempo entre sí, terminaron por ser las postergadas masas campesinas y obreras en las que -sostenían sus líderes-- el instinto de la sangre y la raza, aún no contaminado por la decadencia de la religión cristiana y de la sociedad capitalista, haría posible la renovación de las glorias pasadas.
En la etapa de indefinición de territorios ideológicos que entre las izquierdas y derechas socialistas precedió a la explosión de 1939, el völkisch se convirtió en un estilo del pensar que cada ideólogo combinó, a su manera, con sindicalismos y obrerismos de signos distintos. La polarización final del socialismo entre el bolchevismo y el nazi-fascismo-falangismo, retuvo en ambos bandos la vigencia simultánea de los ingredientes clasistas y etnicistas aunque otorgándoles en cada caso un énfasis distinto.
Para 1939, en hispanoamérica, el impacto de la Revolución Soviética había sacudido ya por dos décadas a la nueva generación intelectual.Un impacto de no menor potencia utopizante había sido recibido al mismo tiempo de las revoluciones simultáneamente en marcha desde Italia y Alemania. Alentadas por su poderosa vigencia europea, las utopías criollas habían perseguido en esa época una difícil, casi imposible, convergencia: por un momento, en el APRA, el Indigenismo se hace Nacionalismo Socialista. Pero ese nacionalismo aspira a una extensión continental en Indoamérica y ese socialismo aspira a la expresión de las identidades étnicas que se quiere renovar, en una estructura propia de corte --al mismo tiempo-corporativista y soviético. Los dos grandes ideólogos que gestan esta transformación, Victor Raul Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, son también los fundadores de los partidos políticos mayoritarios del Perú del siglo xx y se hayan entre los inspiradores de otros partidos de larga vigencia como el MNR en Bolivia. Hasta la victoria americana del 1944, ninguno de estos partidos, salvo aquellos comunistas alentados por la Tercera Internacional desde el ingreso de la URSS en la guerra, propuso una definición muy precisa entre la “izquierda” bolchevique y el nacional-socialismo de la extrema “derecha”.
Desde 1936, la Guerra de España impuso, sin embargo, un nuevo giro al asunto. Los últimos representantes del Hispanismo tomaban ahora nuevas posiciones ideológicas buscando identificarse con la doctrina de Francisco Franco y el falangismo naciente. En tanto, en Europa, el nacionalsocialismo germánico radicalizaba su arianismo y con Stalin el comunismo, no menos antisemita que el biologismo nacista de Rosemberg, se orientaba hacia una solución final del problema de las nacionalidades llevando al exterminio a las etnias minoritarias del Cáucaso y el Asia Central. Las derivaciones del movimiento völkisch no habían conseguido otra cosa que exaltar algunos etnicismos privilegiados sobre otros muchos cuya marginación no había hecho más que agravarse aun más y, en resumidas cuentas, habían reforzado los sustratos ideológicos de los viejos colonialismos y de los nuevos imperialismos en ascenso.
El Indigenismo --perplejo y en repliegue-- quiso sostener todavía sus tesis etnicistas frente al clasismo intransigente de los partidos comunistas, al racismo de los nacionalsocialistas y al capitalismo democrático norteamericano que seguía apareciendo como el representante más cercano de todo aquello frente a lo que la identidad criolla había querido afirmarse como “indígena”. No quedó a sus principales ideólogos, a partir de ese momento, otra alternativa que la de atemperar el utopismo de sus reivindicaciones. A partir de la derrota de Alemania la tesis frentista, ahora adoptada por el Apra y otros partidos de raiz indigenista, hizo posible que su utopismo nativista original fuera absorbido totalmente por la Izquierda Política en ascenso. Los polos nacionalista y socialista de la utopía pudieron, por un tiempo, llevar a una síntesis precaria en las ideas del Nacionalismo Nasser-tercermundista y la Democracia Popular. La identificación de la raza sería sustituída por la noción de la clase. El indio se terminó percibiendo como el proletario y el campesino oprimidos en una nación feudal-capitalista y la "cuestión indígena" no como un asunto biológico o étnico, sino como fundamentalmente afín a la "cuestión social" en la Rusia Zarista o en la China Manchú. La apropiación utópica de este pasado "socialista" y su proyección hacia un futuro revolucionario nuevamente socialista, por parte de los intelectuales radicales del período retiene elementos importantes de una percepción idealizada del carácter étnico. Esto particularmente en la exaltación del "espíritu colectivista" del indígena y de sus logros ecológicos. El tránsito a una reinterpretación de clase impulsa, sin embargo, en este período una pérdida de las distinciones tradicionales establecidas en base a la visión racial.Todavía poco antes de la caída de Berlín, el MNR boliviano --asistido por la diplomacia germana-- incorporaba en su programa el dogma anti-semita, el Justicialismo de Argentina apostaba por el triunfo de la Alemania Nazi y la Alianza Popular Revolucionaria Americana tenía entre sus propagandistas más activos en América Latina a los militantes criollos del nazismo como es el caso de González von Mares en Chile. La paradoja del racismo ário había quedado, para muchos de sus líderes, resuelta en la sordina teosófica de los mitos atlantes renovados o en especulaciones sobre orígenes germánicos presuntos del Imperio Inca, del Tolteca o Tiahuanacu, que Hermann Wirth y Alfred Rosenberg alentaron desde Berlín en la Deutsches Ahnenerbe a partir de 1935, con el respaldo andino de arqueólogos de fama como el polaco Arthur Posnansky.
En tanto idealizaciones e ideologías atravesaban todos estos cambios, la condición del indio concreto había sufrido transformaciones también. La primera, consecuencia de la intensificación del proceso de mestizamiento físico. Ya al iniciarse el siglo xx, en el mismo apogeo de la visión racialista del problema indio, en el Perú se hacía cada vez más dificil hablar con propiedad de "razas puras". No solamente porque el mestizaje de las clases ilustradas había llegado a ser casi total, sino también porque este mestizaje había ya penetrado con profundidad en el mismo medio campesino. En el plano cultural la situación era algo más compleja por causa de la supervivencia de elementos tecnológicos y hábitos de origen andino. Y, sin embargo, también aquí la penetración de la cultura europea y española de los siglos xvi al xix era profunda. Tanto que era difícil y hasta imposible, con frecuencia, diferenciar lo que era propiamente quéchua frente a la inmensa variedad de los arcaísmos hispánicos naturalizados. Las condiciones y la dinámica de la historia social peruana hacían cada vez más difícil identificar al "indio" y cada vez más fácil ver en él a un campesino. Los cambios ecónómicos, políticos y sociales del siguiente medio siglo, terminarían por modificar definitivamente las condiciones en que debía formularse la cuestión.
A partir de la década de 1940, la acelerada transfiguración del Indigenismo en Nacionalismo vino acompañada por una modificación explosiva y revolucionaria de las condiciones de la población andina. En primer lugar, el crecimiento demográfico y el desarrollo del sistema nacional de carreteras promovieron un creciente flujo migratorio hacia las ciudades, y en particular la capital. Estas se han convertido, finalmente, en la década de 1980, en lugares de residencia de más de un sesenta por ciento de la población nacional. El "indio" o "campesino" se ha venido haciendo masivamente, en su nuevo hábitat, proletario industrial, comerciante o empresario. Una Reforma Agraria, cuyas consecuencias finales no terminan aun de definirse, ha eliminado, desde 1970, la condición servil del campesino, convirtiendolo en propietario de sus tierras, al mismo tiempo que se otorgaba acceso universal al voto político y se incrementaba el crédito y la ayuda técnica y estatal al desarrollo rural. El crecimiento explosivo del sistema nacional de educación y de la comunicación de masas, redujo --en tanto-- en forma vertiginosa, las tasas de monolingüismo indígena y de analfabetismo, al tiempo que ponía al alcance de los más remotos lugares del pais la prensa escrita y la recepción radial y televisiva.
La nueva condición del "indio" que surge de estos cambios, termina negando en forma radical la vieja imagen de la diferencia étnica y racial y la noción de la distancia insuperable. El "nuevo indio", en su contexto geográfico, económico,social y cultural, en su atuendo moderno, hablando castellano y aún inglés, ocupando posiciones de obrero, empresario, profesional, científico o líder político, resulta difícilmente distinguible del "mestizo" o del "criollo", a no ser que sea por el acento regional con que pronuncia el castellano. La "cuestión indígena" es un problema que, en el Perú, pasa a la historia. Nuevos problemas ocupan ahora la conciencia nacional. Estos son la "cuestión rural y agraria", la "cuestión de la pobreza" y, sobre todo, la "cuestión del desarrollo y del subdesarrollo". Dentro de una atmósfera conceptual como la que surge de la nueva situación, preguntas metafísicas sobre la "humanidad del indio" o su "inferioridad racial", carecen de sentido. Más importante y apremiante aparece otro orden de preguntas. Como por ejemplo, si existe la adecuada potencialidad en la cultura del campesino andino, como para asegurar su preservación, afirmación y rearraigo en la nueva condición nacional y su participación activa en el desarrollo futuro.
Con la desaparición histórica del "indio", hemos visto --en las últimas décadas-- desaparecer también la escuela detractora. El utopismo, sin embargo, continúa su propio camino. Al ritmo de la remitificación europea y norteamericana de los valores étnicos, del sobrenaturalismo y del naturalismo ecologista, siguen surgiendo en el Perú versiones nuevas de la utopía indigenista del Renacimiento. Algunas pintorescas, como las que se articulan alrededor de la imagen de los Incas Magos, los platillos voladores de las Pampas de Nazca y las piedras energéticas de Macchupicchu. Otras radicalmente primitivistas como las de movimientos indigenistas juveniles que quisieran ver excluídos del mundo peruano todos los aportes históricos de la cultura europea y sueñan con retornos a la despreciada vida bucólica del indio prehispánico. Otros de naturaleza mística o religiosa, como las nuevas sectoas cristianas que se hacen gobernar por Incas-Profetas. Otros aun, de carácter estético y literario como la espera mesiánica del Inca Renovado en la noveslística, altamente popular, de José María Arguedas. El nuevo utopismo encuentra puntos sólidos de apoyo, en procesos sociales como el de la migración, el impulso al desarrollo rural y el fomento de los valores nacionales, difundiendo la estética folklórica, reformulando tradiciones, represtigiando las medicinas tradicionales y buscando modelos sociales en las instituciones andinas del pasado. Pero se debilita y deforma caricaturizando se esencia al enfrentarse al impacto de los monopolios de masa y su visión “globalista” de los valores y el mundo.
Definitivamente, la humanidad del indígena y su capacidad para asumir la civilización postmoderna o moderna han dejado de ser un asunto polémico. La victoria final parece que pertenezca a la tendencia utopista. Y, sin embargo, aun esta victoria se hace ilusoria. Ocurre cuando el indio, pierde su raiz en la tierra y deja por fin de ser indio para diluirse -migrante-- en el tecnocriollismo achorado de los medios de masa o en el cosmopolitismo barato de un nuevo utopismo: el “american dream”. Indigenismo e Hispanismo, agotados a lo largo de un siglo de polémica estéril, abandonan el campo. Globalismo y Regionalismo ocupan sus puestos. Ya no tiene importancia si es que somos nativos o hispanos. La pregunta que apremia es si somos nación.
Enero 7 de 1989
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