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POLICIA NACIONAL DEL PERU:
REALIDAD E IDEALIDAD DEL SERVICIO
EN LA ANOMIA SOCIAL
por Fernando Fuenzalida Vollmar
¿Sed quis custodiet ipsos custodes?
Juvenal
Que Lima es una de las ciudades más inseguras de la América del Sur, es un hecho que parece, en estos días, estar fuera de duda para la opinión y el juicio tanto de las clases ilustradas del país como de los sectores populares.
No hace pocos días, el 21 de junio de 1999, en la edición del diario El Comercio, el más influyente de la prensa nacional, el Dr. César Benavides Cavero, Presidente Ejecutivo del Instituto Peruano de Criminalística y Pericias calificó el estado de cosas de representar una situación de “anomia policial” en la que las calles de la capital se encuentran “totalmente desguarnecidas”. Citando cifras procedentes de una encuesta realizada por la Agencia Apoyo hacia comienzos de este año, el criminalista informó a la nación que en el curso de 1998, el año anterior, en esta ciudad se había cometido un robo o asalto cada dos minutos. Pocos días antes, el 15 de junio, el mismo diario informaba que existen unas mil pandillas juveniles en todo el país. La mayoría de ellas actuan en la capital nacional. Solamente en un distrito de ésta ha sido censado un centenar de entre ellas con un total de dos a tres mil miembros activos. El diario comenta que :“Operan impunemente en zonas identificadas con pleno conocimiento de la autoridades competentes especialmente la policía”. El día 12 de mayo el mismo diario informaba que entre enero y abril las autoridades debieron intervenir en los casos de 38 secuestros. Poco antes, el 15 de marzo, una comisión parlamentaria del partido presidencial en gobierno había hecho saber que, como medida de urgencia, se encuentra en estudio un proyecto que reducirá la mayoría de edad y con ella extenderá las responsabilidades penales a a los catorce años de edad.
“En las últimas dos décadas -comentaba el año anterior el sociólogo Manuel Piqueras-- los peruanos vivimos en medio de la inseguridad…desprotección…y vulnerabilidad”. Señala como dos de las causas más importantes “ el delito contra el patrimonio (en todas sus modalidades de robo, extorsión y secuestro) así como otros delitos afines, …el delito del tráfico ilícito de drogas y la cadena criminal que este genera”.
Otro informe, de fecha intermedia, apunta a las causas que perciben los jóvenes, generación protagonista del desorden urbano: “Las causas de la violencia que, pese al efectivo control del terrorismo que dominó la década pasada ha alcanzado niveles alarmantes -señala-- son atribuídas en mayoría a la situación económica y al desempleo”. Como percibido, “el problema de las drogas, en relación a los problemas nacionales, ocupa en los jóvenes -añade el informe-- un cuarto lugar, después de los económico sociales”. Un segundo analista apunta a otra causa: “La excesiva concentración de la población en las ciudades, trae consigo problemas de orden social y político. La violencia de la delincuencia organizada es hoy una de las amenazas que debe hacer frente el Estado para garantizar el orden interno en el país”. Y los economistas aportan a la comprensión del fenómeno también con su análisis: “Entre 1960 y 1997, en términos reales, sueldos y salarios han caído en una tasa promedio annual del -4,2% al -3,7% con el resultado de que las remuneraciones reales eran ya en 1990 equivalentes a un 21 a 29% de su valor en 1960. Entre 1973 y 1990 el deterioro en las remuneraciones había alcanzado el -75% de ese valor”.
Cuatro factores parecen intervenir en la situación que se ofrece. El primero, la distorsión del espacio demográfico que concentra a la población en unas pocas ciudades; el segundo, la crisis económica que sufre el país; el tercero el deterioro de las polìticas de promoción y desarrollo social y por último el deterioro general de valores que acompaña a esta crisis.
La distorsión demográfica no es un fenómeno nuevo. Responde a la orientación centralista y el dinamismo centrífugo que aquejan la economía y la vida política desde hace por lo menos un siglo. La declinación acelerada de la vida rural que trajo consigo la segunda mitad de este siglo, las mayores facilidades de desplazamiento y transporte y, por último -desde los años del mil novecientos ochenta-la guerra civil han venido acentuando el desplazamiento masivo, principalmente hacia Lima. Lima, entre 1940 y 1980 había crecido desde poco menos de medio millon de habitantes hasta ocho millones.
La diferencia fue hecha por el flujo migrante. Incapacitada para absorver esa masa en forma ordenada la capital quedó sumergida. Incapaz, por su parte, para un adecuado traslado de sus instituciones nativas, la masa migrante procesó el desarraigo y la dificultad de inserción en las instituciones urbanas creando una subcultura intermedia: concepciones del mundo, valores y normas internas operando en una especie de limbo: marginales a los estilos urbanos pero marginalizadas también de las tradiciones rurales. A esta subcultura se dio primero en llamarla “informal” y, después, “chicha” o “chola”. Fluída y amorfa por su propia condición de existencia, se intento definirla por sus rasgos ausentes: un estilo de vida predominantemente orientado a la supervivencia en un medio extraño y hostil; ajena a las instituciones y normas formales, abriendose paso social y económico en un espacio impreciso y ambigüo entre la ley y el delito.
La crisis económica, acelerada desde fines del mil novecientos ochenta, ha primero frenado y finalmente bloqueado el laborioso proceso de integración de estas masas. En 1999 la inflación y la recesión combinadas con la privatización de la empresa, la inestabilidad laboral y los despidos masivos, la desocupación y subocupación generales, la desaparición de las inversiones sociales, las alzas desmesuradas en precios de alimentación, de vivienda, de servicios urbanos, de educación, de transporte, de salud y de fármacos ya no afectan tan sólo los niveles de ingreso y de vida de los sectores populares migrantes sino los de las clases medias profesionales urbanas. El cataclísmico cambio ha llegado asociado a la difusión de una ideología que fomenta los individualismos extremos y socava la autoridad de la colectividad y el estado. La subcultura de la supervivencia se universaliza e impregna a todas las clases sociales y aun al Estado, la empresa, la finanza y la banca. La “informalidad” como estilo subcultural de la urbe adquiere ahora el nombre de “moral achorada”.
La “moral achorada” es la moral del individualismo y la competencia de todos con todos, despiada y sin reglas. El sociólogo Osvaldo Medina define ese estilo.: “el achoramiento es la búsqueda del ascenso social a través de medios anómicos: corrupción, estafa, defraudación, malversación, quiebras fraudulentas, secuestros, asaltos y otras prácticas más de enriquecimiento ilícito”.
En una sociedad -dice-- en la que “la autoridad, ya no está identificada, ni mucho menos personalizada en ninguna clase social; y en la que el Estado, que supuestamente la detenta, ha perdido su capacidad de ordenar, sólo queda el poder impersonal, anónimo y abstracto del dinero, único objeto al que se reconoce valor universal y hacia el cual, en estas condiciones de crisis o de anomia, se precipìtan todos los competidores, sin más reglas que las que permitan lograr su posesión”.
Otro sociólogo perfila la imagen: “Si los individuos sufren sustanciales reducciones en los ingresos, de tal modo que su umbral de tolerancia es sobrepasado…los actos ilegales que cometan, tales como robo o corrupción, serán sus respuestas racionales a la situación de flagrante injusticia en que se encuentran”.
“En el ámbito laboral, en el Perú los puestos de trabajo son escasos y los adultos se aferran a ellos con todas las armas a su alcance….Un panorama en que la frustración señala el sentimiento que acompañará a muchos jóvenes que buscan un espacio en que desarrollarse. No sorprende, así, que surja la preocupación por los brotes de violencia callejera y el aumento alarmante en los brotes de delincuencia juvenil. Si algo le sobra a la juventud es energía…esta energía encontrará formas perversas de manifestarse, amparadas en el código más primitivo: la prepotencia, el abuso, la impunidad, el gusto por la destrucción, la envidia y el resentimiento”.
Energía, pobreza y tiempo vacío: faltas menores, asaltos y robos, violaciones, secuestros, desmanes de estadio, y aun homicidios, la mayor parte de los delitos urbanos son cometidos por jóvenes o menores de edad. Un porcentaje signficativo de la parte que queda es protagonizado por desocupados que atraviesan la frontera del hambre. Un segmento importante lo ocupan, menores abandonados, estudiantes que debieron abandonar los estudios por falta de medios y jóvenes aspirantes que no encuentran trabajo. Otro segmento creciente corresponde a obreros y técnicos, profesionales y aun empresarios medianos y chicos que han sido arrastrados por la crisis en marcha.
Y, “cuando la sociedad está enferma --ha dicho un famoso sociólogo-- todo el mundo lo está. Nosotros también”. El Estado, la empresa, la banca y la policía también:
“…el poder del Estado es puesto al servicio de intereses particulares, vulnerando normas constitucionales y mecanismos de sanción legal con el propósito de obtener dinero mediantes estrategias anómicas … “. Estrategias anómicas que reciben el nombre de comisiones y sobornos o “coimas”, malversaciòn y desfalco, prevaricato y corrupción de la ley, quiebra fraudulenta y violación de contrato, adulteración del producto, engaño publicitario y estafa. Y, en niveles todavía más altos, lavado de dólares, contrabando de droga y de bienes, negociado con bienes y contratos de Estado…los escandalos de “cuello blanco” se suceden unos a otros. Desde abril el gobierno desarrolla campañas contra “respetables empresarios privados” acusados de operar contrabando de bienes de lujo o evadir toda clase de impuestos. La institución policial no se libra de todo este escándalo: en enero de este año cientocuarenta oficiales, entre ellos tres generales, procesados por haber limpiado sus fojas de servicios por medio de fraudes con la finalidad de ascender. En la semana en que escribo, otros cuarentainueve oficiales, generales y coroneles entre ellos, en proceso por malversaciones tasadas en nueve millones de dólares ---licitación fraudulenta, contratos dolosos y venta de bienes de la institución. El Consejo de Oficiales Generales se encuentra también acusado por delito de encubrimiento. Y entre estas dos fechas acusaciones variadas. Las más de las veces por asociaciones ilícitas con el narcotráfico. Imposible considerar el problema policial en Perú si se hace abstracción de esta atmosfera cultural y social, delictiva y anómica, que todo lo impregna y lo invade.
El problema, de otra parte, no es nuevo. Entre 1980 y 1985 fueron destituídos por corrupción tres mil efectivos, informa Martín Vegas Torres. En 1996, por las mismas razones, fueron destituídos cincuenta por mes. Considerando en conjunto el problema, el respetado especialista concluye: “La policía se halla muy desprestigiada y la población desconfía de ella: su imagen está signada por la corrupción y el abuso de autoridad”.
La corrupción y el abuso de autoridad no se manifiestan en formas análogas en las altas y en las bajas esferas de la institución. Las condiciones de vida y trabajo de un policía común no se prestan, por cierto, a los grandes negocios y escándalos que llevan al primer plano de prensa y de medios a la oficialidad superior.
En el momento actual, en la ciudad de Lima, el promedio de ciudadanos a cargo de un sólo policía es de 2,600. El sueldo que el policía recibe por ese servicio es de unos 600 soles peruanos equivalentes aproximadamente a unos ciento ochenta dólares mensuales. Un número considerable se encuentra permanentemente destinado a la vigilancia de embajadas y oficinas públicas o al de las residencias de personajes de gobierno. Un cuerpo especialmente entrenado, el de Aguilas Negras se encuentra encargado de la vigilancia bancaria. Ello explica que el 26 de abril de este año, Celso Iriarte Chávarri, gerente del programa Integral de Seguridad Bancaria de la Asociacion de Bancos del Peru haya declarado que Lima ha descendido al nivel más bajo de asaltos bancarios en América Latina. Ello explica también que el 12 de mayo la policía informase con aire de triunfo que entre enero y abril se había registrado solo 38 secuestros.
Mientras los servicios especiales dedicados a la custodia de bancos, empresas comerciales y VIPs, se encuentran adecuadamente dotados, en parte por los aportes directos de los mismos beneficiarios, el equipamiento de las estaciones de policía para uso del público es insuficiente y anticuado y se halla frecuentemente deteriorado por la falta de mantenimiento. Rara vez existe la disponibilidad de un recurso de transporte adecuado. Las relaciones jerárquicas son extremadamente autoritarias y consistentemente basadas en la arbitrariedad y el maltrato.
La desigualdad social y económica entre las colectividades a las que se debe servir impone su sello a todo el sistema. No sólo establece diferencias en la condición en que se cumple el servicio sino también en la disposición de recursos para su ejecución adecuada. La dotación de un barrio residencial de clase alta como Miraflores permite una proporción de 392 ciudadanos por policía. La proporción se reduce y facilita el trabajo por el hecho de que la Municipalidad dispone de un servicio de serenazgo motorizado y la mayor parte de los negocios de la zona mantienen personal de seguridad permanente. Barrios populares como Surquillo se encuentran en el extremo contrario con casi 9500 ciudadanos por cada efectivo y sin el apoyo eventual de serenazgos o seguridad provista por agencias privadas.
Las relaciones con las agencias privadas que atienden la seguridad de ciudadanos privados, bancos y empresas y con los serenazgos municipales que atienden los barrios residenciales tiende a ser de rivalidad conflictiva. Pero aun a pesar de eso el policía, cuando no complementa su sueldo trabajando en horas libres como taxista, busca complementarlo sirviendo en esas agencias. El pluriempleo es una solución tolerada por las autoridades como medida que evita la mejora de sueldos. Otra forma de complementar el ingreso, tolerada igualmente, es la “coima” o soborno, la extorsión o el cobro por servicios nominalmente gratuitos. La competencia por aquellas posiciones privilegiadas en que todo eso se hace más fácil deteriora los vínculos de cooperación en el servicio. Con una cierta frecuencia se denuncia la existencia de bandas que alternan el servicio policial con el asalto, el secuestro y el robo.
En los últimos años la multiplicación de subestructuras especializadas dentro del ámbito de la misma institución policial ---Policía de Tránsito, Policía Femenina, Policía de Menores, Policía Turistica, etc.--- no hace sino fragmentar aun más los recursos y esfuerzos de la institución en conjunto, dificultar el control y crear nuevas oportunidades para el disfrute de privilegios y lucros ilícitos y para alimentar los conflictos y rivalidades internas.
En las comisarías de los barrios más pobres, aquellas en que la proporción alcanza el extremo de uno por nueve mil o diez mil, la policía se encuentra en prácticas condiciones de asedio y atrincherada en su propio local se niega al patrullaje de calles o a atender a llamadas. El trauma de los años de la guerra civil se deja sentir todavía. En aquellos tiempos fue la policía la que, por razones políticas, fue enviada a asumir las tareas más duras. El número cuotidiano de bajas fue grande. Sobre todo en las calles de Lima. Ello alimenta una actitud defensiva y desconfiada frente al ciudadano corriente. Y al mismo tiempo la proclividad al exceso cuando se trata de reprimir con violencia.
En los barrios más pobres, donde la policía tiene una presencia menos real que virtual, las colectividades locales, impedidas por razón económica de acogerse a serenazgos o guardias privados, organiza sus propios servicios de alarma y mútuo auxilio. El linchamiento del violador o el ladrón es frecuente y también es frecuente el recurso a formas de ejecución de extrema barbarie como la lapidación o el fuego.
“La policía se halla muy desprestigiada y la población desconfía de ella: su imagen está signada por la corrupción y el abuso de autoridad” segun se citaba unas líneas atrás. Esta apreciación se confirma con los datos de investigaciones recientes. De la población encuestada por CEDRO el año pasado solamente un 7,4 por ciento mencionó a la policía entre “las instituciones que contribuyen positivamente a la solución de problemas comunitarios”; el 26,3 por ciento afirmó que “ningun derecho humano es respetado por ella”. Y confirmando la opinión casi unánime de los expertos peruanos en lo que respecta al estado de cosas, el 29,5 por ciento opinó que la única forma de reducir la violencia imperante en las calles sería “el aumento de fuentes de trabajo y salarios”. Solamente un 12 por ciento opinaron que leyes más drásticas, sanciones o un sistema de control eficiente podrían producir algún cambio.
Tomada en consideración la situación contextual en que se define necesariamente los marcos dentro de los cuales las fuerzas policiales deben definir sus estrategias y tácticas, organización, recursos y medios y controles internos y operar al respecto conviene resumir, al llegarse a este punto, y examinar las respuestas que se ha generado así como el grado de eficacia ideal o factual que han podido alcanzar.
Se señala de un lado la situación estructuralmente crítica de la sociedad del Perú, los sistemas de ideas, valores y conductas anómicas que derivan de ella y el grado avanzado de impregnación que la anomización ha venido a alcanzar en todo el sistema tomando la forma de estrategias de supervivencia individualistas expresadas en la esfera personal y grupal. Semejante expresión de arbitrariedades, corrupción y marginalidades legales se hace evidente, ante todo, en la proliferación del delito y violencia en todos los sectores sociales.
De esta situación no se encuentra exonerada la institución policial que en cuanto a las individualidades que forman parte de su esquema jerárquico y como grupo en sí misma se encuentra totalmente sumergida en esa atmósfera anómica e impregnada de ella.
Considerado el estado de cosas desde el punto de vista de la institución policial la cuestión de salario y trabajo no es de menor pertinencia que para el ciudadano común. Se ha mencionado ya líneas atrás la parquedad del salario, el pluriempleo y las condiciones precarias en que se cumple el servicio y las arbitrariedades jerárquicas. A ésto se podría añadir la impopularidad y la degradación del estatus. Y vinculado con ésto, generando una retroalimentación negativa de la dinámica interna, la baja calidad humana del personal reclutado y la calidad declinante en la formación de los cuadros. La Policía Peruana se muestra “desmoralizada y mal pagada, con los consiguientes retiros masivos y descenso en número y calidad de postulantes”.
¿Es posible el control por parte del Estado, la ciudadanía o quienquiera que sea?
Consideradas desde una perspectiva formal las posibilidades de reforma, inspección y control son ideales. Desde un punto de vista genérico la Constitución Nacional de 1993, en vigencia, hace suyas --en forma irrestricta--- la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos. El Perú es, además, signatario de casi todos los convenios y acuerdos internacionales que hay al respecto. La Constitución es explícita en lo referente a la institución policial: “La Policía Nacional tiene por finalidad fundamental garantizar, mantener y restablecer el orden interno. Presta protección y ayuda a las personas y a la comunidad. Garantiza el cumplimiento de las leyes y la seguridad del patrimonio publico y privado. Previene, investiga y combate la delincuencia. Vigila y controla las fronteras”. En el otro extremo, la policía no mezquina instrumentos formales: existen ---publicados y difundidos por ella--- para uso del público y el personal de servicio toda clase de cartillas de derechos humanos, códigos de ética, guías de operativo, directivas sobre tratamiento de menores de edad y manuales.
Esta idealidad de la forma no encuentra, con todo, casi ninguna expresión en la práctica. Una de las razones es la falta de nexos entre uno y otro nivel. De una parte, los términos de la Constitución siguen sin definir hasta hoy. La Constitución, confía a la Policía la misión de “garantizar, mantener y restablecer el orden interno”. ¿Que deberá ---por ejemplo---entenderse por “orden interno”?. Contrastando los ámbitos con el de la “seguridad exterior” que correspondende a las fuerzas armadas se habla aquí de “seguridad interior”. Tal seguridad ¿es la seguridad del Estado o la del ciudadano común y corriente. “Salus populi suprema lex” dictaminó Cicerón, pero ¿lo sabe el Estado peruano?.
De otro lado los innumerables manuales y cartillas a los que se hace mención no pasan de ser directivas administrativas sin efecto legal. Invariablemente su aplicación en los hechos se mantiene al criterio y arbitrio de los superiores jerárquicos quienes, con frecuencia, mantienen un criterio muy laxo frente a su violación eventual por efectivos en situación de servicio. Es en este terreno donde suelen producirse violaciones a los derechos humanos. Pero ésto no como resultado de la aplicación de una estrategia específica en uso, ni tampoco como violación a una estrategia vigente en sentido contrario, sino como una mera respuesta del efectivo al contexto y a la interpretación se haya hecho de él. Por definición, donde reinan condiciones anómicas no cabe esperar que haya regla aplicable. La arbitrariedad se hace regla. Una misma persona, sorprendida en el mismo delito, por el mismo oficial, puede ser sometida a tortura o dejada ir libre según se produzca el encuentro y según se muestre conciliadora, cortés y sumisa o polémica, amenazadora o aun agresiva. Dos personas distintas, con calificaciones sociales distintas, tenderán a ser evaluadas como fuente posibles de extorsión o soborno o titular eventual de influencia y poder y según sea el juicio recibirán también tratamientos distintos. La reacción de los superiores jerárquicos ante una violación eventual puede ser igualmente arbitraria: pasarla por alto, encubrirla, aprobarla o ---en último caso--- someterla a sanción si es que el caso deriva en escándalo público. Pero el encubrimiento es la norma no escrita.
El eje del problema se encuentra en la ausencia de un nexo formal entre las definiciones constitucionales genéricas y la operatividad del servicio. Existen, eso es cierto, la Ley Orgánica de Justicia Militar y el Código de Justicia Militar pero, adicionalmente al hecho de tratarse de instrumentos castrenses genéricos que se aplican antes que nada a cuestiones de disciplina interior de las armas las normas que se aplican al trato de los detenidos civiles son en casi todos los casos pasibles de interpretaciones ambigüas. ¿Que habrá de entenderse, en el caso, por “severidades excesivas o innecesarias” y quien habrá de calificar si lo fueron?. En la institucion policial se registra la “ausencia de marco legal que defina con claridad sus funciones, competencias, atribuciones y formas de control. Las normas policiales vigentes se han centrado fundamentalmente en los aspectos organizativos…”. “No existe norma legal que defina con claridad qué poderes tiene un policía”. Sus atribuciones frente al ciudadano se encuentran mal definidas o indefinidas.
Invariablemente el ciudadano agraviado, en su intento de hacer valer su justicia ante las distintas instancias jerárquicas, terminará confrontando una paradoja kafkiana. Con frecuencia el Cuadro Orgánico de una delegación policial ---por ejemplo--- incorpora un número mayor de funciones que el de efectivos que esa delegación tiene al mando. La hiperburocratización se asocia a la anomia. Terminará remitido de despacho a despacho en un laberinto interminable de instancias en el que la computadoras, las redes y bases de datos se encuentran ausentes o se usan de modo exclusivo para fines contables y en el que las máquinas de escribir parecer salir de museos. Descubrirá a fin de cuentas que la reglamentación se aplica de modo prácticamente exclusivo a la administración de los asuntos internos y no a la acción policial en sí misma. Y si quiere ilustrarse sobre organigramas o reglamentos internos terminará descubriendo que a todos se aplican categorías castrenses como “clasificación” y “confidencialidad” militares. Más razón si se trata de asuntos que impliquen estrategias, operativos y tácticas. La opacidad es total. Hasta el punto que ocurre que el organigrama institucional y las normas internas constituyen secretos para los oficiales de rango intermedio. Una investigación más profunda termina despertando sospechas de que tales instrumentos no existan.
Al final, sin embargo, terminan venciendo la arbitrariedad, la informalidad y la anomia. El problema no puede ser a priori declarado insoluble. La solución termina por estar al alcance de prácticamente cualquier policía: un pariente, un respaldo político, un soborno y, si lo manda el humor, una simple sonrisa. O puede, por el contrario, resultar de verdad insoluble y terminar agotando todos los medios.
¿“Seguridad ciudadana” o “seguridad del Estado”?. La Sociología Jurídica enseña, desde los tiempos remotos de Comte y Durkheim que en la sociedad inorgánica ---Comte--- o anómica ---Durkheim--- son los intereses particulares los que tienen imperio. Una condición semejante comprueba la Antropología Política de hoy en el tipo de sociedad de organización segmentaria. En ella, las instituciones y los grupos sociales operan en dirección exterior como alianzas de acción solidaria, hacia adentro como agregados familiares en conflicto recíproco. En el Perú anomizado la tendencia que domina es segmentaria e inorgánica. En los hechos, la policía no está organizada para “garantizar, mantener y restablecer el orden interno" del país. La acción policial se condiciona más bien por los intereses de la institución ---personal y jerarcas- que por una voluntad efectiva de servicio civil. No se rige por normas formales sino por la oportunidad y el momento. La policía no sirve ni a la colectividad ni al Estado. Se sirve a sí misma. Es un aparato carente de articulaciones orgánicas con el resto de la sociedad nacional, semiparasitario, orientado ---como otras instituciones peruanas--- de manera casi exclusiva a la propia supervivencia y autoreproduccion. La proliferación de cuerpos especializados no logra sino multiplicar los subfeudos reproduciendo en el ámbito interno la inorganicidad de la estructura en sus relaciones externas.
La práctica totalidad de los analistas que han abordado el problema en las últimas décadas concuerdan en la necesidad de una reforma institucional muy profunda, que alcance a las mismas raíces de la institución policial. De hecho, el acuerdo es tan universal y completo que el reformismo termina por ser uno de los males que aquejan la institución policial de manera más crónica. La Policía “se encuentra en permanente proceso de reorganización, con rumbos aun por definirse” comprueba hace poco el experto Alejandro Ferreyros. La cuestión se plantea otra vez estos días y suscita polémica en el plano político.
Se plantean, por ahora hasta tres posiciones. Todas tres implicando algún grado intuitivo de conciencia social y política sobre cuestiones de fondo que se encuentran ocultas tras las voluntades visibles de servir al “ciudadano”, al Estado o a los derechos humanos. La Policía Peruana es y ha sido de facto, por décadas, un aparato de poder más que una institución de servicio. En una sociedad segmentaria, inorgánica en estado de anomia se encuentra, por necesidad sometido al conflicto de un conjunto de fuerzas igualmente inórganicas que luchan por alcanzar su dominio y control.
El “gobierno” ---no el Estado peruano--- se encuentra, para comenzar, bajo ataque. “La restricción del aparato estatal, junto con las restricciones presupuestales propias de un régimen pseudoliberal, ha reforzado la aplicación de políticas de ajuste que han descuidado por completo aquellas funciones que en un auténtico liberalismo tendrían que ser las prioritarias; a saber: la administración de justicia y la conservación del orden público…”. A ésta clase de acusaciones y quejas el gobierno replica: desde marzo de 1998 el Sistema de Inteligencia Nacional ---SIN--- bajo el mando directo del Presidente de la República ha tomado control de diversas funciones de la Policía Peruana. Se insinúa que podría inclusive asumir el comando total. El reciente 12 de mayo, un informe oficial atribuía una reducción de delitos a esta medida de modo triunfante.
Pero el SIN no tiene ninguna regulación de control conocida. Su reglamento y sus normas son de carácter reservado y dictado por la Presidencia en sí misma. Repetidamente a lo largo de los diez años recientes el SIN ha sido acusado por la oposición de persecuciones políticas y violación de derechos humanos. En víspera inminente de una nueva elección presidencial ---28 de julio del 2000--- el control ejercible sobre la policía y el poder judicial resultan claves en la decisión del proceso. Cabe sospechar, por ahora, en los sectores de oposición al gobierno, una preocupación todavía mayor por un fraude electoral potencial que por los derechos humanos del ciudadano corriente.
En los términos de una segmentaridad consecuente, la oposición, dividida sobre candidaturas y firmas muestra un frente bastante compacto en lo que se refiere al carácter de la reforma propuesta. El trasfondo está dado por el dominio adquirido en los últimos años sobre los principales municipios de Lima y provincias. La policía, según esta propuesta, debiera ser descentralizada y convertida en un servicio civil dependiente de la autoridad edilicia. La argumentación incorpora matices antimilitaristas y una acentuada retórica de participacionismo demócrata.
La autoridad policial, de su parte, aspira a una militarización más completa, y no por razones de estatus como se ha dicho insistentemente en contexto polémico, sino porque eso le permitiría consolidar la autonomía hasta ahora alcanzada al amparo del desorden social.
Tres alternativas y tres amenazas a los legítimos derechos humanos. De una parte, la consolidación de un control dictatorial y legalmente opaco que identifica la policía política con la policía civil. De la otra la militarización disfrazada de los cacicazgos locales en contexto de una democracia municipal que es, en las condiciones peruanas, tan poco participatoria como la democracia parlamentaria del gobierno central. Y, de otra parte, por fin, la consagración, por la Ley, del particularismo y la arbitrariedad innegables que ejerce la institución policial.
La custodia civil, estatal o interna inclusive, sobre la institución policial es necesaria en forma evidente si la voluntad efectiva de quienes proponen reformas es la de tutelar los derechos humanos y garantizar la seguridad ciudadana. “¿Sed quis custodiet ipsos custodes?” satirizó Juvenal. ¿Cómo viabilizar las reformas en una sociedad en que la inorganicidad y la anomia dominan?. Hay, por ahora, en relación a toda reforma parcial el obstáculo de la condición corruptora y corrupta de la democracia peruana en conjunto. Por urgente que una reforma como ésta aparezca no podría nunca hacerse efectiva sino una vez corregidos los males que aquejan a la institucionalidad nacional. La cuestión se remite a una otra polémica aun no resuelta: “¿es viable la democracia peruana?, ¿es posible en nuestro país una prosperidad para todos?. Quien escribe estas líneas conserva la fe en el futuro y confía.
A condición de efectuadas las reformas globales que exige un futuro como ese, la reforma específica de la institución policial deberá, y ésto es indudable, realizarse en el marco de una reforma efectiva del Poder Judicial, de las legislaciones procesal, civil y penal y del sistema penal. La Constitución deberá definir claramente el rol que corresponde al Estado como institución de instituciones de la colectividad nacional y de su voluntad manifiesta y las funciones que cumple la institución policial como responsable en acción de la seguridad ciudadana. Una legislación y una reglamentación adecuadas deberán definir en forma precisa la organicidad de los vínculos que integran a la Policía Nacional en el sistema nacional de justicia, la naturaleza y los límites de la autoridad y la fuerza que se halla autorizada a ejercer, los mecanismos de inspección y control a los que tendrá que estar sometida y los marcos legales de sus reglamentos internos. Los reglamentos internos deberán precisar no sólo los términos de organización y estructuras jerárquicas y los de administración y manejo contable sino también ocuparse de definir en forma igualmente precisa las normas de operación y de trato con el ciudadano común, el sospechoso, el acusado y el convicto culpable, fijando responsabilidades en forma inequívoca y creando mecanismos internos de control y sanción. Deberá procederse a una desburocratización adecuada que subordine estructura y función al servicio del público y disponga para él los procedimientos y mecanismos más propios a facilitarle el acceso y la queja. El Estado tendrá, por otra parte, que considerar las necesidades de dignidad y decoro que acompañan a la funcion policial, garantizar los recursos para dotar al personal de buenas condiciones de vida y equipar al sistema en forma adecuada a la tarea exigida. Solamente así podrá mejorar la calidad del reclutamiento y proveer la formación necesaria para una institución como la que se espera.
En resumidas cuentas y en último término la pura idealidad de los derechos humanos puede ser enunciada no importa por quien ni importa tampoco dentro de qué sistema social. Su realidad sólo puede mostrarse en un sistema social y político dotado de organicidad, bienestar y salud. Si esta condición llega a cumplirse, la condición militarizada o civil de la institución policial, su dependencia del gobierno central o su municipalización serán de un orden de decisión secundaria. Pero todo ésto, obviamente, pertenece al sentido común. Lo que importa, en último término, es que se pueda asegurar previamente las condiciones sociales, polìticas y económicas que lo hagan posible.
Lima, julio de 1999
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