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TARTARÍN EN LOS ANDES: CONSIDERACIONES SOBRE DESARROLLO Y TURISMO
por Fernando Fuenzalida Vollmar
En el mundo y en la historia hay maneras y maneras en que la gente se desplaza de una a otra geografía. Emigran y se desarraigan, por ejemplo, los perseguidos, los hambrientos y los desocupados. Viajan, por razones de negocios, por estudios, por edificación, por completar su educación o por simple curiosidad de "ver el mundo" quienes gozan de una relativa estabilidad y bienestar y tienen arraigo en una tierra o un hogar a donde puedan regresar una vez que hayan cumplido su objetivo. Hacen turismo los que disfrutan de prosperidad y de ocio y evaden de esta forma la rutina y el hastío.
Es por eso, seguramente, que el turismo es un fenómeno moderno. Habría que decir, más bien, contemporáneo. Una manera nueva de viajar que aparece en Europa, solidaria de la revolución burguesa e industrial, de la prosperidad histórica de las nuevas clases medias y las burguesías, de la emergencia de la weltanschauung del mercado universal y de la explosión de los transportes. Primero dentro de las propias fronteras nacionales y continentales, como turismo estacional y de balneario. Más adelante, desde la primera y la segunda grandes guerras de este siglo, desbordando las fronteras y los mares y, en la misma medida en que las grandes escalas de la industria, las finanzas y los media homogenizan las culturas y los hombres, generando una demanda cada vez más insaciable de exotismos, de paisajes, y de souvenirs.
El fenómeno era suficientemente nuevo hacia comienzos de este siglo como para que mereciera una seria reflexión de Spengler en su Decadencia de Occidente. El filósofo alemán se maravillaba de la acelerada transformación de la artesanía en "arte" que en las décadas pasadas había acompañado en Europa a la difusión de los métodos de producción en serie. En la afición creciente por las "antigüedades" que comenzaba a valorizar en los mercados a la antes despreciada cacharrería del abuelo, veía el desarrollo lógico de la manía de los burgueses florentinos del Renacimiento que transfiguraban todo testimonio del pasado en "monumento" o en "pieza de museo" y que decoraban sus jardines con ruinas de imitación, artificialmente envejecidas. Aquí, entre nosotros, todavía en los recientes años del cuarenta, mientras nuestros párrocos de pueblo, en nombre del "buen gusto", seguían cosmetizando el colorido barroco de la imaginería colonial con ayuda de la brocha gorda y mientras los caciques provincianos insistían tercamente en emplear como orinales las bacinicas de plata de sus antepasados, el arquitecto Héctor Velarde estigmatizó con su humorismo los shorts de colorines del turista americano y su entusiasmo bobo ante nuestra artesanía virreynal de la que no veía más allá de los estofados del pan de oro y de la plata.
En los años del sesenta ese desprecio nuestro tan preindustrial por lo anticuado arrasó --para solitaria desesperación de Bruno Roselli, maestro de arte y florentino-- con los últimos balcones virreynales de la vieja Lima en la que se multiplicaban ya los edificios comerciales con su estética funcional de bajo costo. En los barrios y urbanizaciones nuevas los tractores arrasaban con las huacas. En esos mismos años multitudes de turistas escandinavos, americanos y británicos se desplazaban a la India, el Pakistán y los países árabes o hacia la relativamente subdesarrollada Europa Mediterránea --Italia, Grecia, España-- en busca de una vacación barata, un estilo menos artificializado del vivir o una cocina natural y exótica. Y sobre todo, tras las huellas del pasado. En las europas central y oriental el Estado invertía grandes sumas en la reconstrucción y salvataje de su vieja arquitectura. En los Estados Unidos se importaba abadías medioevales para volverlas a armar en Nueva York y se reconstruía, con material sintético, en Miami, los castillos de Ludwig de Baviera. El interés turístico se había convertido definitivamente en un recurso de las economías nacionales, el turismo en una industria "sin polución ni chimeneas", el arte, la cultura, los usos y costumbres tradicionales de los pueblos, los monumentos, la gastronomía, los paisajes, en una mercancía cotizable en los mercados.
Con mayor o menor comprensión, empeño y resultado ante el fenómeno, los países subdesarrollados se afanan ahora en capturar ese mercado que, aun estando declinante en los países más desarrollados la prosperidad y el pleno empleo de los sesenta y los setenta, mantiene hasta el momento su tendencia original a la expansión. El ejemplo de países como Cuba que ha encontrado en el turismo un recurso en que apuntala las debilidades de su industria y su aislamiento comercial, les resulta alentador. Perú no se halla ajeno a esta conciencia aun cuando su inercia preindustrial recorre todavía a tientas el camino que podría conducirlo a un aprovechamiento pleno de estas nuevas potencialidades del mercado. Con esa misma inercia preindustrial en el pensar pero con tendencia creciente a la precipitación en el actuar se discute, en nuestros medios si, en la mira de dinamizar las inversiones, los recursos --ruinas, monumentos y demás-- deberán o no ser privatizados como el petroleo o los teléfonos.
En el desarrollo del turismo hay tres factores que intervienen. El mercado, los recursos y la disponibilidad y calidad de los servicios que le hacen de soporte. La naturaleza de estos tres factores y la forma en que los tres interactuan no es siempre adecuadamente comprendida. El diseño de programas consistentes, sostenibles y eficaces para ese desarrollo a plazos medio y largo exige conocer la psicología, necesidades y demandas del consumidor y la potencialidad que se encierra en los recursos pero, sobre todo, la naturaleza y cualidades del producto que debemos estar en condiciones de ofrecer.
Hay, para comenzar, una distinción que debe hacerse, por necesidad, entre los consumidores nacionales, los que representan el turismo interno y los que nuestros recursos puedan atraer del extranjero como turismo receptivo.
Nuestro turismo interno se encuentra, por hoy, en situación de estancamiento. Es necesario reconocer que nuestro país no abandona todavía los patrones de una sociedad más tradicional. El centralismo persistente de nuestras instituciones, el abandono del mundo rural y del hinterland provinciano y la pobreza condicionan un predominio decisivo de la migración a largo plazo en el desplazamiento geográfico de la población. Motivaciones de orden no recreativo, los negocios, los estudios o la visita familiar condicionan esos desplazamientos en segunda instancia y en los sectores económicos más directamente vinculados a la pequeña y mediana producción y al comercio interno. Las clases medias, en la medida escasa de su capacidad de ahorro, se siguen inclinando por el turismo estacional casi exclusivo hacia los balnearios de la costa mientras que las dificultades de transporte y la incomodidad de los servicios distraen su atención de los balnearios termales de la sierra que en un tiempo parecieron prometer un cierto desarrollo y que ahora decaen irremediablemente. Los sectores más acomodados, de su parte, se muestran herederos de las viejas actitudes frente a lo tradicional y lo moderno. Al contrario de los primermundistas, se dejan fascinar por el confort, la modernidad y el plástico de Flórida o la sofisticación europea más bien que por las incomodidades y los arcaísmos del interior peruano.
Una primera conclusión deriva a este respecto.La capacidad de compra es fundamental en la constitución de la demanda. Sobre todo cuando se trata, como en este caso, de bienes y servicios que no son de primera necesidad. Si el pobre no hace turismo y el rico tiende a desbordar en su demanda las fronteras nacionales convirtiéndose en cliente para las ofertas extranjeras, entonces el desarrollo del turismo interno se vincula a la demanda de una clase media próspera y estable, dotada de una relativa capacidad de ahorro y disposición de tiempos de ocio. La inestabilidad laboral y el desempleo, los bajos salarios, la baja capacidad de ahorro, el "moonlighting" o multiplicación del cachueleo, la contracción de las clases medias y la polarización ecónomico-social entre los muy ricos y los pobres resultan un factor más decisivo para el estancamiento que la falta de atractivo del recurso o que la escasez y mala calidad de los servicios. Aquí se puede adelantar una primera conclusión. No importa cual sea el monto de inversión directa del Estado o de la empresa en el fomento de nuestro turismo interno, éste no podrá salir del estancamiento en que se encuentra mientras no se produzca un crecimiento y consolidación de los sectores medios. Esto depende menos de nuestras políticas específicas en el campo del turismo que de nuestra política general en el campo de la economía y el bienestar social.
En cuanto al turista extranjero --no el migrante ni el viajero-- que considera pasar sus vacaciones en un país como el Perú resulta adecuada aunque caricaturescamente caracterizable por Tartarín de Tarascón, personaje de una decimonónica novela del francés Alphonse Daudet. Daudet imaginó su personaje en los tiempos en que Suiza comenzaba el desarrollo del turismo de escalada alpina y Francia conservaba sus colonias en el Africa del Norte. En el hastío y la rutina de una vida burguesa provinciana Tartarín sueña con aventuras heroícas y mundos exóticos. Se sueña alpinista y cazador y, coleccionando armas y objetos pintorescos, se prepara largamente para realizar sus sueños. Intentará, por fin, escalar el Monte Blanco, solamente para descubrir que Suiza se ha transformado en un inmenso montaje teatral en el que no se corre riesgo alguno y todo está dispuesto para la explotación de los turistas en busca de aventuras. Decide, entonces, viajar en una expedición de caza al norte de Africa, en donde termina descubriendo la incomodidad y los peligros del mundo subdesarrollado. Decepcionado, volverá a su país y se prometerá no volver a dejar la comodidad segura de su hogar y de sus sueños.
Caricaturesca la historia y, seguramente, narrada por mí con más de una inexactitud, la figura de Tartarín refleja, en mucho, las ambigüedades y contradicciones en la espectativa del mercado turístico primermundista. El cliente potencial de nuestro turismo receptivo viene huyendo de la uniformidad, la artificialidad, la contaminación ambiental, el hastío y la rutina. Busca lo diferente, lo natural, lo exótico, la aventura, la magia y el misterio. Lo busca en los paisajes, la rusticidad del mundo natural, los monumentos del pasado, la gastronomía, el sonido extraño del lenguaje, la música y la danza, en las costumbres y en el mismo aspecto de la gente. Todo, o casi todo, lo que nuestras clases medias y más acomodadas miran por ahora con indiferencia, con condescendencia o con desprecio. Pero, para él, esos paisajes, esa rusticidad, esa historia ajena y esos exotismos representan apenas un paréntesis. Como los amores del Pinkerton de la Butterfly una vacación en el mundo de los sueños que no debiera dejar más huella que un recuerdo, un souvenir, en el mundo de la realidad. No hay lugar aquí para lo irrevocable. El Perú debe ser un buen lugar para pasar las vacaciones. No se espera de él que sea un lugar para vivir. Como en la virtualidad de los dioramas de museo, el cine, la pantalla de televisión o los grandes parques modernos de diversiones el turista busca la excitación recreativa del primitivismo, el exotismo, la aventura y el peligro sin el riesgo verdadero de la muerte, la violencia o los quebrantamientos de salud.
Recursos turísticos. ¿Son ellos la mercancía que se compra y que se vende en el mercado del turismo?. Paisajes y ambientes naturales; arquitecturas y monumentos urbanos; colecciones de arte, de objetos históricos o de muestras naturales; ruinas y reliquias del pasado; teatro, ópera, música; festivales cultos y folklóricos; platos de la cocina regional; trajes, usos y costumbres pintorescas...Para el migrante pueden ser ajenos e indiferentes. Un mundo, en caso extremo, al que se hace necesario irse habituando. Para el viajero el escenario del propio quehacer que tiene otros propósitos o acaso curiosidades. Para el turista espacios de recreación y objetos de contemplación, escenarios de experiencias excitantes o de disfrute pasajero.
Desde el punto de vista del recurso el Perú es un país superdotado tanto por la enorme variedad y por la rusticidad de sus paisajes hoy altamente valorada por los habitantes de las grandes urbes y las sociedades superdesarrolladas, como por la magia y el misterio de su pasado prehispánico, el romanticismo de su pasado virreynal y republicano, la monumentalidad de sus restos arqueológicos, la belleza de sus arquitecturas, el pintoresquismo y la exoticidad de sus folklores, la enorme variedad de sus tipos humanos, de su música y sus danzas, de sus cocinas regionales, la persistencia de su mito y de su magia.
Turismo de aventura, turismo mágico, turismo cultural, turismo recreativo...Pero lo que la industria turística vende a los turistas no es el lugar, el monumento ni el objeto. Ni es tampoco la aventura, la magia, la cultura o el descanso. No es el recurso turístico en sí mismo. Este permanece donde se halla y se mantiene, las más de las veces, como aspecto inseparable de la vida y el entorno nacional. Es un algo que ya se encuentra ahí y no requiere ni siquiera ser creado, producido o modificado. Todo lo que demanda en inversión está en los costos de la protección, el mantenimiento y la conservación. Este es un costo que la industria turística no puede evadir sin grave daño: la pérdida del recurso que genera la atracción. Que el uso incrementado del recurso turístico o su eventual abandono por parte del estado da lugar a su desgaste, deterioro, depredación y pérdida eventual es algo que, alarmados, han debido comprobar tarde o temprano los países que nos preceden en estos desarrollos. La solución se encuentra solo parcialmente en el campo de las leyes y los reglamentos que regulan los accesos y los usos. Se requiere de inversiones efectivas en protección, restauración, mantenimiento e inclusive promoción como ocurre con el folklore y las costumbres regionales. ¿Dónde buscar el dinero necesario?. La respuesta viene solo en parte de los organismos internacionales. Algunos, como es el caso de la UNESCO, disponen de fondos a los que siempre es posible recurrir. El problema es que en las últimas décadas éstos han venido siendo crecientemente restringidos y su disponibilidad resulta insuficiente para satisfacer la enormidad de las inversiones necesarias.
¿Debemos privatizar entonces como en los casos del petroleo y la energía, de la educación y los servicios públicos?. En alguna comisión parlamentaria se ha discutido ya la privatización de los monumentos arqueológicos con la misma seriedad con que otra moda, a la larga pasajera, nos llevó a considerar, años atrás, la estatización de las colecciones domésticas de arte. Pero el recurso turístico no es materia, ni servicio, ni objeto de consumo o de uso personal. El recurso turístico es un capital intangible, patrimonio de la colectividad como conjunto, que genera renta. Y no es, por eso, una mercancía en el sentido estricto. En cuanto tal ese recurso se resiste, por ello, a toda apropiación. No sería ya turístico si dejara de ser público. En la medida que lo sometiéramos a la ley de la escasez y restringiéramos su acceso para inflar el precio, el turismo iría declinando. La inversión en el recurso no puede proceder, por su naturaleza propia, de la explotación del recurso mismo. Ni siquiera de la contribución que pudiera demandarse del turista a cambio del acceso ya que su alza desconsiderada perjudicaría los fines mismos del turismo. La financiación de un recurso de carácter público sólo puede venir de subvenciones de carácter público, estatales o privadas.
Lo que es necesario comprender a este respecto es que lo que adquieren propiamente los turistas son el disfrute y las condiciones del disfrute de un recurso que es, por esencia, de carácter público. El desarrollo del turismo receptivo depende sólo en una medida limitada de la abundancia, variedad, atractivo o calidad que tengan los recursos y se asienta, más bien, en la disponibilidad y calidad de los servicios que posibilitan y facilitan el disfrute. El máximo de comodidad y seguridad a precio mínimo. El turismo receptivo se desplaza y se concentra en las zonas geográficas más seguras, más comunicadas y dotadas de mejor equipamiento en materia de alojamiento y alimentación. Cuando la disponibilidad de los servicios se muestra desigual en el territorio de un país como el Perú, ocurre un fenómeno análogo al de la tendencia migratoria interna. Esto es, el turismo se concentra en las zonas de mejor equipamiento, como en el caso de la región cuzqueña. Cuando los equipamientos son uniformemente deficientes, el turismo se desplaza hacia otros países que ofrezcan el disfrute de recursos semejantes en mejores condiciones y a mejores precios.
Intervienen también aquí factores que responden al nivel de desarrollo de la economía de un país en general. Estabilidad económica, política y social, seguridad pública, carreteras y transportes, información y comunicaciones, salubridad, comercio y abastecimiento internos, alojamiento, alimentación y hotelería. Todo cuenta en ésto como valorización agregada indispensable del recurso. Desde la información turística, las guías de calles, los manuales históricos y los listines de espectáculos, a la seguridad nocturna de las calles y el transporte urbano, la calidad y rapidez de los transportes interprovinciales y el nivel de nuestra hotelería y servicios gastronómicos. Los cimientos se encuentran todavía en la política económica y en el interés que el Estado otorgue al desarrollo económico y social. En algunos casos como los de la seguridad pública o la vialidad será deseable todavía la intervención directa del Estado. En otros el estímulo de una legislación que fomente y que provea. En otros, todavía, la iniciativa privada y el afán de lucro. En todo esto las teorías del desarrollo y la gestión derivadas del proceso de la postmodernidad y la globalización devuelven al Estado su papel de promotor, concertador, regulador e inclusive de empresario. Pero se abren también complementariamente al interés, la inversión y el lucro del sector privado que es el que, en definitiva, deberá obtener los mayores beneficios de ese desarrollo.
Debe reconocerse también la existencia de una necesaria interdependencia entre una adecuada conservación y disponibilidad de los recursos, el crecimiento del mercado y lucro de la empresa que provee los servicios asociados y el beneficio del Estado. La dinámica del desarrollo nacional, el recurso y los servicios es recíproca. El costo de la protección, el mantenimiento y la conservación de los recursos resulta siendo, así, para el Estado y para la colectividad, una inversión de rentabilidad indirecta y colectiva a largo plazo que pasa por el circuito de los beneficios obtenidos por la empresa provisora de servicios, de los impuestos que se aplican a tales beneficios y de la aplicación gubernamental de esos impuestos.
En el Perú el fomento de la actividad turística pasa más directamente por la toma de conciencia de esa interdependencia por parte de los actores del proceso y por el refuerzo de la dinámica de retroalimentación que por las inversiones en propaganda y en imagen que sólo serían efectivas si el producto satisface verdaderamente las exigencias del mercado. Ello implica la necesidad de la formulación explícita de una política consistente de fomento y desarrollo en la que se tome en consideración los factores del mercado, los recursos y los medios, así como también el necesario involucramiento solidario del Estado, los agentes y conservadores de cultura y las empresas. Como en otros países de mayor experiencia en este campo, el empleo racional de los mecanismos tributarios sería suficiente para proporcionar los impulsos y las cooperaciones iniciales. Pasivamente, aplicando por ejemplo los aportes tributarios de las empresas que se nutren del turismo a la construcción de infraestructura pública o la mejora de servicios públicos como en los casos de la vialidad y la seguridad. Activamente mediante la aplicación de exoneraciones tributarias que estimulen a esas empresas mismas a la creación de fundaciones y ONGs que tomen a su cargo el padrinazgo de museos, yacimientos arqueológicos, monumentos, actividades culturales y folklóricas y hasta ciudades enteras si ese fuera el caso.
En resumidas cuentas la disyuntiva entre estatización y privatización resulta siendo una falsa disyuntiva si es que prestamos atención a los factores implicados y podemos distinguir entre lo que por naturaleza propia pertenece al fuero colectivo y lo que puede ser privatizado con provecho universal. Existe, pues, una tercera vía que está aun por ser abierta y explorada. Una sola cosa no debemos olvidar: el desarrollo del turismo es necesariamente solidario del desarrollo económico y social de la nación, tanto en el bien como en el mal.
Lima, junio de 1998
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